Un relato, un metro

Es curioso andar en metro, curioso es meterse a la gran serpiente ebria, ¿amorosa?, ritmada por inmovilidades sin fundamentos, inexplicables apagones cual repentinos y renovados entierros de conciencia, desfiles de azulejos y cables grabados en miradas cotidianas y mandadas a los calabozos de la actividad profesional, imparable, productiva, alocada, de vacíos entrañados.

¿Cuál será la función de hoy? ¿Cuál teatrito vendrá a poblar la mente del inmenso cuerpo anónimo que juntos y apartados, pegados y amurallados, aliados y rivales vamos recreando en cada viaje? ¿A cuál cuadro nutriremos? ¿En qué fantasía de coloridos y sonoros disparates habremos de vestir el atuendo del comediante como hambrientos atrapados en recorrer a contrapelo el mismo camino un día tras otro?

Esos asaltos de preguntas no admiten límites; con la voluntad de negar el encadenamiento de amaneceres, vuelve a surgir de entre las novedades de los días la sempiterna cadencia de ese largo rumor de hierro.

Una vez comprada la participación a guerrear, emprendemos un corto pasear entre camaradas blancuzcos, aturdidos aunque victoriosos. Durante estos cuantos pasos no se intercambian palabras ni miradas de apoyo, avanzamos, inclinada la cabeza bajo la chillona luz neón.

El vagón sí cambia, unas veces llega triunfante arrojando sobre nosotros, odas para compartir mientras recibimos enaltecidos lemas de la Historia “bicentenaria”, otras, malhumorado, desvelado, acechado por enfermedades de lluvia, propenso al berrinche, presenta en su inmutable carrera, su faz grisácea, muda en medio de su estruendosa entrada siempre aferrada al inarrancable desear de cultivar el estrellato.

La subida, ya saben, es dulce batalla que nadie se quisiera perder, el trofeo escapa si uno, amedrentado, prefiere alejarse del anden, comenzar a retroceder antes las fulgurantes olas de intranquilos que somos. 

Afrontar la apertura de puertas del vagón levanta entre la manada de necesitados un ansía de vertiginosas profundidades ¡Ya está! ¡Tiemblan las puertas! ¡Se escucha el murmullo de las puertas! ¡Se percibe el escalofrío de las puertas! ¡Se da a oler el paulatino ceder de las puertas! ¡Se respiran puertas! ¡Se abren! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No!

Todo vuelve a empezar desde cero.

Se levantan en armas las voces de los usuarios, crepitan por doquier brutales, excitados chiflidos en su gran mayoría extirpados de gargantas varoniles, se yerguen gritos, insultos, feroces pisoteadas de piso, unos intrépidos agarran entre agonías nacientes la materia de las puertas, cada quien a su estilo. Se maúlla, se ruge, se ladra de entre la soldadesca. Nada. Ninguna señal de respuesta. Se enardece el furor fuera del vagón. Los usuarios de adentro ríen ¡Ah! ¡Cuánto se ríen! ¿Somos bonitos, verdad, bloqueados acá fuera? ¡Damos lástima! ¡Vaya, somos lamentables! 

Un momento más de tumulto.

                                                   Tiemblan nuevamente las puertas.

                             Nos susurran.

¡Vámonos nupciales por la boca, el cuerpo, de nuestras prometidas! 

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