Elisa y su héroe escritor

Cada vez más, Elisa tenía la capacidad para imaginarse a su héroe escritor. Había practicado, y ahora podía visualizarlo de cuerpo completo, medir su altura, casi ver el tamaño real de sus manos, y por supuesto acariciar y sentir la textura de su escaso cabello. Y estaba casi segura de cual era su verdadero nombre, pero prefería guardárselo como un secreto y no especular demasiado. 

  Cuándo había comenzado a leerlo, ya ni lo recordaba, seguramente ya llevaba como 200 lecturas o más de aquel experto de las letras; y por supuesto, cuando había comenzado la quimera romática era muy difícil de precisar. Seguramente fue aquella crónica que leyó cuando encontró la revista. 

  Ese día la habían dejado salir temprano de la mercería, y exhausta, con casi lágrimas a punto de estallarle había ido corriendo al parque más cercano para hacer tiempo. No quería llegar a casa y que Rodrigo, su hermano menor la viera en aquel estado. Ya el joven le había suplicado que dejara aquel establecimiento, y se armara de valor en buscar otro trabajo, que él estaba dispuesto a ayudarla en la transición. Sin embargo, la terquedad de Elisa no tenía en algunas ocasiones ningún límite, y a ella se sumaba la inseguridad porque no había podido estudiar en la universidad. Al perder a sus padres había tenido que hacerse cargo de su hermano, y olvidar sus sueños de estudiar literatura y magisterio. A pesar de ello, de ser una mujer sin estudios, y una simple dependiente, contaba con más libros que la pequeña biblioteca pública del pueblo, y no había autor clásico que no hubiera sido amado en secreto por su ávido corazón apasionado; sobre todo Chejov. El hombre se le hacía en extremo gallardo y simpático en sus fotos con boina, bastón y la perra Kashtanka, tanto que había mandado a hacerse unas ampliaciones de su fotos y las tenía por toda la biblioteca, su estudio de lectura, y por supuesto, su cuarto en el que el rostro del cuentista descansaba y le sonreía desde la mesita de noche. Pero todo su amor, toda esa pasión desmedida jamás encontraría puerto en la realidad, y ella con su inteligencia lo comprendía; vivía entre muertos, fantasmas del pasado que parecían comprenderla mucho mejor que los vivos por  los que diariamente padecía en la mercería, de soledad e incomprensión. 

   Fatigada, llena de cólera y sobre todo ganas de visitar el reino de sus autores difuntos; Elisa se dejó caer en una banca. Sudaba por el enojo mientras musitaba palabrotas de odio hacaa su jefa, una mujer insoportable, solterona y menopausica que le hacía la vida imposible. Sentía que ya no tenía más fuerzas para seguir viviendo, y estaba a punto de comenzar a considerar como planear su suicidio ahora que su hermano ya era un adulto; cuando algo le cayó en la cara con una fuerza que la aturdió. No tuvo tiempo de ver la cara del viejo que le había lanzado una revista como si ella fuera un poste, y se alejaba mientras gritaba indignado publicaciones de pacotilla: “¡qué se creen los nuevos literatos de hoy, qué le van a ganar a Moliére. Váyanse a la mierda!.”

    Al parecer el enfado del anciano provenía de algo que había leído en aquellas páginas, lo que inmediatamente despertó la curiosidad de Elisa que comenzó a hojear la revista como niña con juguete nuevo. La revista “Un lugar para pensar” contaba con reseñas, artículos, crónicas, algunos cuentos, y un pequeño apartado para poesía contemporánea, y a veces algo de teatro. Toda la riña del viejo no era sino por una adaptación, en realidad muy mala, de “Un médico a palos” de Moliére. No obstante, no todo estaba perdido en aquella publicación, habían algunas que otras reflexiones interesantes de algunos autores, y ahí fue donde encontró a El articulista de las curiosidades. El sujeto en cuestión no aparecía sino a través de una minúscula fotito de poca definición. No era para nada el rostro del actor del año, pero vaya que sí sabía escribir, sus palabras tenían un brillo y una fuerza potente que se le metía por los ojos a Elisa haciéndola vivir cada fragmento de la historia. Eran palabras de oro, se decía la joven, ya hasta se imaginaba al articulista escribiendo sobre tablas del precioso metal y después extrayendo de ellas su sustancia para depositarlas como hebras en las letras y palabras que tejía para su lectora. 

 La revista la había atrapado, “ Un lugar para pensar” eso era justo lo que necesitaba. En la mercería no le prohibían directamente pensar, sin embargo, todo el tiempo la jefa y las compañeras le decían que no era necesario meterle mucho coco a lo que hacía, que mientras menos pensara mejor resultado tendría con los clientes, y ella cansada de riñas había optado por obedecerlas. La revista tenía buenas ilustraciones, y diversidad de temas, pero sobre todo tenían al El articulista de las curiosidades y su crónica sobre los mapas secretos. 

  La crónica iba algo así de que había una calle oculta en la capital, y en ella una puerta secreta que conducía a su vez a un túnel también muy oculto que siguiendo sus trayectos llevaría a varios países, en los que en alguno estaría el tesoro enterrado. Por supuesto, había que seguir las instrucciones del mapa y aprender a leerlo si se quería dar con la ciudad exacta dentro de toda latinoamérica en donde estaba la gran fortuna. Era una historia que le recordaba uno de sus cuentos favoritos El escarabajo de oro de Edgar Allan Poe, así que no pudo parar de leerla hasta llegar al final y comprobar que era un crónica larga que se hacía por entregas, así que estaba en buen tiempo de seguir los pasos de su nueva adoración, El articulista de la curiosidades. 

  Desde ese día, Elisa no dejó de perseguir los números de la revista que solo se vendía en los kioskos del centro del pueblo, a los que corría todos los primeros de cada mes para no perder la oportunidad de contar con el más fesco de los ejemplares. Así se terminó la crónica de los mapas, y le siguieron otras de aventuras en el  Cairo, en las reuniones herméticas de los masones, crónicas de viaje por el  Amazonas, y su favorita, la crónica de un viaje psicodélico en los Andes. Al parecer su héroe era un tipo de mundo, viajero incansable, y tan solitario como ella, siempre comprometido con la verdad, y  con denunciar a los malvados, cómo no amarlo. 

Así fue creciendo el amor en el pecho de Elisa, de una forma descomunal como suelen crecer todos los amores platónicos, que si no se podan a tiempo pueden destruir al corazón como los baobabs al planeta del pequeño príncipe. La unión y el apego hacía aquel escritor sobrepasó cualquiera de los que había sentido por los grandes clásicos, este estaba vivo, y escribía desde el presente llevádola tanto al pasado como al futuro en una orgía que ya comenzaba a darle problemas en el trabajo en donde cada vez se sentía menos adaptada, pues las ganas de viajar y recorrer el mundo se le habían despertado como un dragón hambriento en los ojos y el corazón. Además el articulista era como un mago capaz de meterse en su mente, puesto que escribía de todo lo que le gustaba, hasta había llegado a pensar que se metía en sus sueños y que después escribía de temas que ella había olvidado y que ni sabía que le gustaban. Era un mago poderoso, y lo mejor de todo, con el dominio supremo de las palabras. 

 Elisa no tardó en descubrir que el escritor había dejado un correo, lo que quería decir que estaba abierto a recibir cartas de sus admiradores. Ese descubrimiento la mantuvo por varias noches despierta redactando una extensa carta de amor de unos cinco pergaminos aproximadamente de la que cada día tachaba o agregaba algo. Al terminarla, la leyó frente a Rodrigo, que apenado por las fantasías de su hermana le dijo que estaba maravillosa, pero que no se hiciera ilusiones, que casi siempre los escritores famosos tenían a un grupo de trabajadores que eran los que abrían las cartas, haciéndole llegar solo una cuantas, y que si era posible la recortara; pero eso era imposible, el sentimiento de Elisa era demasiado extenso y profundo como para solo caber en una cuartilla. 

 Una mañana de domingo, cuando creyó que ya había todo lo que tenía que decir, fue a depositar la carta al correo, junto a un manuscrito de poemas que había escrito hacía algunos años y que no le había mostrado a nadie, ni siquiera a Rodrigo. Tenía una esperanza ciega en que su articulista los leyera y la amara inmediatamente como ella lo había amado a él. Sin embargo, en la vida no siempre es suficiente con tener esperanza; nunca recibió respuesta alguna por parte de su héroe viajero. Eso no la desanimó los primeros meses, e incluso ya se había mandado a hacer un castillo de cartón, magnífico, en el que se había creado unas imágenes de ella y el escritor con las pequeñas fotos de él, y algunas de ellas, en los que se casaban delante de todo el pueblo, y ambos ocupaban sus tronos, y portaban sus relucientes coronas. 

Sin embargo los meses fueron pasando, las respuestas del otro lado no llegaban, y Elisa comenzó a enfermar de tristeza. Dejó de comer, ya no quería hacer sus paseos habituales, dormía poco y ni siquiera leer se le hacía una terea placentera. Rodrigo preocupado y adolorido le prohibió salir a trabajar y se dedicó en sus ratos libres a llevarle sopas al cuarto y a leerle un rato para que no perdiera contacto con su mente, e incluso le consiguió apesadumbrado los últimos número de la “Un lugar para pensar”, pero ni siquiera eso animaba a su hermana. El articulista era un egoísta inconsciente, se decía ella, puesto que claro, que iba él a saber de toda esa locura que se había montado, y seguramente la carta y el libro jamás habían llegado a su poder; además, sus últimos escritos se le hacían indiferentes, y la habían hecho caer de su elevada nube. Ese hombre no se metía en su mente, ni escribía para satisfacerla a ella, una más de sus miles de lectoras, y tampoco era un mago, aunque eso sí, era buen escritor. 

 Una mañana, también de domingo, Elisa se levantó decidida, y reunió todos los números de la revista que yacían amontonados junto a su cómoda, y fue a dornarlos a biblioteca. Decidida se dijo a sí misma, ni siquiera tengo un rostro verdadero de ese hombre, solo palabras, miles de palabras, así que me pondré a ver todos los rostros de este pueblo, en alguno tiene que haber algo llamativo que me saque de esta quimera, y si no encuentro a alguno que me haga olvidar porun rato a mi héroe, al menos me habré divertido. Estuvo caminando muchas horas hasta que llegó al mismo parque en el que por primera vez había encontrado su infortunio, y para su asombro justo en la banca en la que ella se había sentado aquel día hacía casi un año estaba un joven gracioso. La cabeza del joven la adornaba un floreciente esmpendrú y una cierta aurora de poeta. El joven estaba absorto, en la quimera y le recordaba a ella cuando cavilaba en algo importante. La joven estaba cansada, había caminado todo aquel día y solo quería un poco de sombra, así que tomó asiento junto al distraído compañero de banca. 

  Elisa estaba reluciente, su piel morena reflejaba los rayos del sol dominical, y lucía su vestido de paseo, un modelo blanco con lunares rojos, y además llevaba sus zapatos de tacón y una sombrilla que le hacía juego con la vestimenta. Se había arreglado solo para ver rostros, qué maravilla, se decía, que más se puede hacer en este mundo, sino intentar leer en los rostros de nuestros hermanos, todas esas tragedias y comedias que los tienen dando vueltas en los escenarios de su propio drama. 

  Mayo, el compañero de banca estaba distraído, pero no tanto como para no advertir a la hermosa mujer que acababa de sentarse a su lado. Esperó un rato para no verse atrevido y comenzó hablando del tremendo calor de aquellos días. Poco a poco terminaron hablando de todo y nada, como suelen hacer los grandes amantes, y por último le dijo_Querida Elisa, sabes, cuando llegaste estaba profundamente conmovido por un artículo que he leído hoy. Y terminando de hablar sacó de su bolsillo el último número de “ Un lugar para pensar” y más que conmovido hojeó sus páginas hasta llegar al artículo de su escritor favorito, del articulista de curiosidades en la que narraba la historia de una fanática que le había escrito una carta de cinco páginas, que se había leído completa, y que además le regresaba la fe en la escritura, puesto que en los últimos meses había estado apenas estirando, y con muchas ganas de morir. 

   Elisa tragó saliva casi pálida, pues temía que su nombre fuera mencionado por el escritor, y en ese momento lo único que le importaba en el mundo era Mayo, el hombre que tenía delante, mucho más que la literatura, y aquel buen articulista. Por suerte, el escritor la mantuvo anónima, y pudo al despedirse de Mayo quedar para verse al día siguiente  con él en el zócalo de la ciudad. Así comenzaron los pasos de Elisa por el mundo real, y aún ambos en sus muchos años de relación conservan el mismo gusto y pasión por su héroe escritor, el viajero imparable que los llena de planes futuros, y muchas ganas de recorrer el mundo.

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