Busco pequeños espacios de tu cuerpo donde refugiarme
de la constante persecución de la sombra de las estrellas
esos espacios se me abren como flores que parecen hilos para el descanso de mis alas
que el viento con su hoz amenaza.
Tus poros abiertos, fuentes de sudor en las que mi sed se acurruca,
porción de luces para que mis labios agrietados revivan con las tazas de tu piel.
Pequeños escondites de luces prófugas que se ocultan del orden de la oscuridad como lo hago yo,
espacios para coincidir más allá de los confines trazados por el hombre en su bregar
para huir del juicio final y las sentencias del universo que después de cada velada barre el espacio.
Me oculto sí, en tu cuerpo, cual si fuera una estrella caída,
la única isla para mí fuera del tiempo que miden las olas,
una estrella desterrada que me deja caminar por su pálida tierra.
Hay demasiada oscuridad afuera de tí y mis pupilas se han apagado
para guiar a mis manos en la hueca piel del viento.
En los recovecos de tu cuerpo esculpidos por la sombra
los átomos de luz han bajado a reposar y sueñan
y me llevan con ellos amarrada del cuello con su cadena de oro.
Tus ojos son los recovecos más grandes,
en ellos toda mi sed y mi hambre se deleita
y el miedo se funde hecho pétalos de metal
que al caer en el vacío resuenan en tu cuerpo,
mas no lo hieren con su eco sino que se pierde el sonido en el silencio.
A menudo tu cuerpo es lo único que ilumina mi alcoba
y yo me siento como la hormiga que busca en él su vasto mundo
y de las nubes que se ven tan lejanas de su cabeza.
A menudo tu recovecos también son mi tumba
porque en ellos no soy y soy,
en él caen todos los fragmentos de mi rostro
y en sus fosas como esqueletos caen cual pétalos.
Mi boca se duerme y sueña que besa el rostro del cielo y se sacia de sus lágrimas.
Tu cuerpo con esas puertas pequeñas en su pared,
casi invisibles sólo para que las vea un ratón,
son el único lugar donde hurgo y mis ojos de gato logran percibir en su oscuridad
la luz que necesitan guardar para seguir andando.
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