Raíz de ébano

Por Santana García

Aún habita susurrante en el viento, el eco de las voces antiguas de los abuelos; voces que narran la historia de aquel día en que las hijas del sol y la luna se eclipsaron sepultadas bajo el suelo del Xochitlalpan, la Tierra de las Flores. Aún navega entre las copas de los árboles, meciéndose entre el ir y venir pausado de las hojas que hacen frente al otoño por llegar, el relato, la historia que comenzara hace muchos cielos, en el seno de una noche etérea que no vio en su firmamento la luz de estrellas ni luna, sumergida en una trepidante tormenta.
Cuentan que trece veces se iluminó el cielo de azul. Cuentan que trece veces el rugido de Tláloc silenció la lluvia por instantes. Cuentan que fueron trece también, las veces que Yoali aulló de dolor como un lobo a la luna. Cuentan que aún late en la memoria de los muertos, el vívido recuerdo de aquella madrugada del 13-Conejo…
Cuando Yoali sintió el peso de los ojos de la noche mirándole de frente, no tuvo duda de que había llegado el momento. La joven mujer asomaba fuera de su choza, aguardando la vuelta de su esposo, Técpatl, quien en esos momentos honraba su designio de Cuahpilli (noble águila) al servir a sus dioses en batalla. Técpatl había prometido volver antes de que nueve lunas llenas hubieran surcado los cielos, justo a tiempo para ver la llegada a este mundo de su primogénito. YYoali se había comprometido a esperarle paciente, segura de la victoria de su pueblo, y segura de que Huitzilopochtli no reclamaría aún la vida de su esposo. Aun así, ella asomaba cada día durante el crepúsculo, con la esperanza de no perderse el momento en que la silueta de Técpatl comenzara a dibujarse en el horizonte.
Sólo siete lunas llenas habían transcurrido cuando, en el instante mismo en que el último halo de luz hubo abandonado los cielos, la primera gota de lluvia del temporal partió de la boca de Tláloc y cayó sobre el suelo de los hombres, hasta formarse pronto un torrencial. Y con ello llegó también el primer golpe de dolor en el vientre de Yoali, quien entendió entonces que su momento le había llegado por adelantado y que era voluntad de su madre, la Señora Cihuacóatl-Quilaztli, que librase sola aquella batalla, que recibiera sola en las tinieblas de aquella noche a la sementera de su amor por Técpatl, pues la tormenta impedía que pudiera pedir ayuda.

Entró de golpe en su hogar y, con un primer grito opacado por la fuerza de un trueno, pidió valor a la diosa Coatlicue. Un punzante dolor más en el vientre, y azotó de bruces su espalda contra la pared; de nuevo, un grito opacado por el poder de un relámpago. Resistió en pie todo cuanto pudo, pero el tiempo avanzaba y con ello creció el dolor que la fue doblegando lentamente hasta llevarla al suelo. Un grito más, un trueno más…
Luchó como la más valiente de las hijas del sol. Las horas nocturnas vieron transcurrir sus segundos como el espesor de la miel, haciéndose lentas y eternas. Fue así, entre trapos de manta, envuelta en sangre y sudor, que sus esfuerzos sobrehumanos parecieron verse de pronto compensados. Acompañado de un treceavo y último grito desgarrador, cayó el último rayo de la tormenta, el más estruendoso de la noche, y con ello el fruto del vientre de Yoali vio por vez primera la luz en este mundo.
Con las fuerzas casi agotadas, Yoali tomó a su crío entre sus manos y le llevó a su pecho, y pudo ver entonces que las constelaciones le habían dado por obsequio a una hija. Afuera la tormenta había llegado a su fin, y con los primeros rayos del sol que se colaban por el ventanal,Yoali supo que su hija había llegado al mismo tiempo que la mañana. <<Erandi, como el amanecer, ese será tu nombre>> dijo la madre, y sonrió cerrando sus ojos, seducida por el mundo de los sueños.
Cuando Yoali llegó a este mundo, muchos soles atrás, las mujeres de su hogar pudieron leer en el libro de los destinos lo que sucedería aquella noche, por ello la llamaron así, tatuando en su nombre el designio que finalmente la había alcanzado durante la séptima luna llena de su preñez.Ahora su hija llevaría el nombre del amanecer:Erandi. Conformándose así, como una suerte imprevista, una perfecta dualidad: madre–hija, noche–mañana, Yoali-Erandi, Ometéotl.
. . .
Aun antes de despertar, Yoalipudo presentir el vacío que hallaría sobre su pecho; cuando abrió los ojos, lo que vio fue sólo una confirmación. El suelo de tierra sobre el que se había dormido no estaba más, en su lugar yacía sobre un lecho de dientes de león que evaporaban sus finos pétalos, sacudidos por el constante viento que envolvía el ambiente. El cielo lleno de cirros poseía un pálido tono rojizo, y los cuatro rumbos se unían entre sí por una cordillera conformada de azules cerros erigidos sobre el horizonte. Sus manos apretadas contra su corazón no abrazaban más el cuerpo de su hija, en su lugar sostenía un pequeño trébol blanco, y sus ropas lucían impecables y limpias, al igual que su cobriza piel, sin rastro del sudor y la sangre derramados en el parto. Con pesadumbre y confusión se puso en pie, conteniendo un esbozo de llanto provocado por esa ligera sensación de vacío, incubadora de un miedo repentino, latente en la boca de su estómago. Dejó que el silencio le envolviera su alma, que el viento jugara a rozarla, que las amarillas copas de los árboles enviciaran su mirada; dejó que las voces antiguas la recibieran en su nueva morada, el Cielo Occidental, el hogar de las mujeres que mueren al dar vida.
Los escuchó entonces, y pudo verlos… Emergiendo desde los cirros con su aleteo incesante, como una columna de humo descendieron sobre Yoali, revolviéndose raudos en su derredor, cientos de colibríes que con su canto sagrado la invitaron a elevarse junto con ellos, a ser una de ellos y unirse a la eterna danza en tributo al sol. Pero Yoali tenía lista una respuesta inesperada, una palabra que en aquella tierra jamás había sido pronunciada… <<¡No!>>
Las aves apaciguaron su revoloteo incesante, creando esta vez una formación ordenada. Comenzaron a avanzar con vuelo lento, mirando todas de frente a aquella mujer, condenándola en silencio.
— Sé que mi hija habita ahora cerca de este lugar. Sé que ha viajado conmigo al mundo de los muertos, y que en el camino ha sido separada de mí. Sé que no era parte del destino que semejante batalla fuera en vano. Sé que una dualidad perfecta está destinada a existir en todos los mundos, y no voy a abandonar mi hija. Ni en la tierra de los vivos, ni en la tierra de los muertos, ni en ninguna tierra he de ser capaz de existir sin su amor que es la semilla de mi vida.
Sus palabras parecieron perderse en el aire etéreo del paisaje; los colibríes continuaron su canto, aleteando fuerte, cada vez más fuerte, revoloteando intensamente, hasta sumergir a Yoali en un trance enervante. Lentamente, su cuerpo comenzó a elevarse y fue convirtiéndose en luz, y la luz en viento; y cuando el viento comenzaba a transmutar en una nueva ave, la fuerza que nunca dejó de habitar en la mujer surgió con el ímpetu de una guerrera que se atrevería a desafiar a sus propios dioses… <<¡¡¡No!!!>>
Entonces el cuerpo de Yoali azotó contra la hierba, los colibríes formaron una nube sobre ella y se enfilaron de vuelta hacia el cielo que emparqueció inmediatamente, tiñéndose de un tono purpúreo.
. . .
Si la soledad tuviera una descripción, sería aquella a la que fue sometida el alma de Yoali. Por lo que pareció una eternidad, caminó y caminó sin sentido, tratando de alcanzar la pared de alguno de los cerros que la rodeaban, pero cada vez que recortaba distancia y que el cansancio la abrumaba y cerraba sus ojos, despertaba siempre más lejos. Aquello era como habitar en el peor de los sueños.
Hasta que un día su suplicio pareció verse laureado. Se había dormido tendida sobre los mirtos, tras haber llorado sin consuelo la pena de no estar con su hija hasta perderse en el abismo. Pero al despertar una sorpresa le aguardaba, frente a ella se elevaba una imponente pared pétrea. De alguna manera lo había logrado, había alcanzado el horizonte y se encontraba al pie de uno de los cerros.
Yoali se puso en pie y comenzó a escalar. Más de una vez estuvo a punto de caer al precipicio, pero nunca dejó de avanzar sin miedo. Así, sintiendo el dolor de las cortaduras en sus manos y pies desnudos, llegó finalmente a la cima, con toda la intención de descender por el otro lado. Pero al pisar la cumbre no encontró del otro lado paisaje alguno, tan solo niebla y una blancura cegadora. La roca de la pared era totalmente lisa y no había forma de bajar. Decepcionada, la mujer buscó a su alrededor un camino, mas lo único que halló fue un agujero en el suelo, como una entrada al interior del cerro; se aproximó lentamente y se introdujo en él.
Pronto se vio rodeada de oscuridad. Era una grieta muy pequeña, sin caminos ni otra salida, el aire estaba viciado y a Yoali le costaba mucho respirar. El calor comenzaba a asfixiarla y el sudor inundaba su cuerpo. Aun así, resistió la tentación de volver al refugio del aire puro y dejó que su alma corpórea sucumbiera ante la enervante asfixia que le rodeaba. Se dejó seducir, sin resistencia alguna, al sopor del vientre de la montaña. En su trance, ecos acudieron a los apagados oídos de Yoali. Ecos de una mujer, cuyas palabras eran ininteligibles, pero que transmitían cierta paz, una serenidad difícil de explicar…“Xicochiyaocihuatl… xicochiyaocihuatl… nïmitzcochïtia…nïmitzcochïtia…”. Era el canto de Chantico, apagando la luz de sus ojos y encendiendo el fuego de su corazón. Y, una vez más, como había sido desde el día de su nacimiento, la noche envolvió a Yoali con sus brazos y reclamó su alma como propia.
. . .
El Xochitlalpan debe ser el lugar más hermoso de los universos creados, tal vez más que la mismísima tierra de Huitzilopochtli. Cuando Yoali abrió los ojos en medio de la mágica tierra de los jardines, su voz no fue capaz de emitir palabra alguna. Las praderas multicolores que cubrían la tierra se extendían como un manto de seda sobre el paisaje, el canto de todo tipo de aves resonaba en el viento como el más bello poema de Nezahualcóyotl, la luna y el sol se fundían en el cielo como un solo astro y de vez en cuando se oía el lejano eco de una caracola al sonar.
Y pudo verlo… En medio de tan bello paraje se situaba el gran árbol, el Chichihuacuauhco, el árbol nodriza que se elevaba con todo su esplendor, extendiendo sus blancas ramas hacia el manto solar; sobre la copa yacían unas pocas hojas violetas de forma redonda que se difuminaban con las pequeñas gotas de leche que escurrían entre los enramados. Al pie del árbol se dibujaban un sinfín de siluetas de luz con la forma de pequeños bebés que se revolvían suavemente, simulando una danza acuática, los que ascendían a la superficie abrían sus labios y bebían de la leche que caía del árbol.
Ahí, en medio de ellos, pudo verla también a ella… Erandi. Su hija luchaba por llegar a la superficie a beber. Yoali avanzó sonriente y tomó a la pequeña entre sus manos, la abrazó y la besó con todas sus fuerzas.
Fue en ese momento cuando la tierra tembló, y a un costado del gran árbol abrióse una grieta en el suelo. Mirando de fijo a su hija, Yoali sonrió y se introdujeron juntas en la tierra, donde recostaron sus almas dejando que el suelo se cerrara sobre de ellas, sembrándolas como a una semilla. Así fue como juntas se convirtieron en raíces, raíces que se extendieron hasta lo más profundo del suelo, dibujando para siempre la escena perfecta que describe la dualidad, la misma que le dio la vida a los hombres, Ometéotl, era la misma que quedaría por siempre sepultada al pie del gran Chichihuacuauhco, ayudando al gran árbol a alimentar las almas de los infantes que partieron del mundo de los vivos y prepararlos para su regreso a la vida… Yoali y Erandi, noche y amanecer, semilla y raíz, raíces de ébano que nutren y dan fertilidad a la tierra sagrada de Xochitlalpan.
. . .
Llegó la novena luna llena. Técpatl volvió a su hogar esperando ayudar a su esposa a recibir a su hija, pero al entrar a la choza lo único que encontró fue una roseta de roca labrada en el suelo. Talladas estaban las figuras de una mujer y su hija, sembradas en el suelo con raíces que se extendían a su alrededor. Con pesadumbre en su pecho, pero paz en su espíritu, Técpatl tan solo sonrió, conteniendo las lágrimas de sus ojos.

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