Una muerte, un tallo debajo del silencio, de nuestros pies y el deseo del fuego
que vierte su aliento en las ventanas y en los espejos de las tumbas.
Una muerte, un corazón rebosante de espuma para beber en la sed y en el miedo.
Una muerte, algo silenciado en la luz, una estatua de gota en la cera,
un acantilado protegido en el himen de la noche, honda resurrección de un anhelo
que en su marcha golpea a las olas, miradas del horizonte.
Un muerto, muy muerto como un ramo de orquídeas envenenadas de fulgor,
un muerto, y tanta lluvia y sombras de ríos, y manos aún húmedas.
Tumbas debajo de la piel, oleaje murmurante sobre el pavimiento, y los anodinos amaneceres.
Un muerto, muy muerto como un brazo de coral atrapado en la espuma,
una liberada colección de peces, un mar gerrero, infinitos aceros de bujías ahogadas.
Interminable puñado de caracoles, esclavos protectores de las orillas.
Tú y yo yo sabemos que se ha herido el rostro noctuno del mar,
y que su quebrado cuerpo reclama justicia detrás de sonrisas de pacífica superficie.
Porque muerta está la ondulante antorcha, y desatado el nudo de infinito.
Flores muertas, una danza de ciervos entre espadas, un quejido de liras,
un vuelo de águilas, y una hoguera, una hoguera para este muerto muy muerto.
Un aro más mortal aguarda ya los restos de fosforecentes raíces,
y el llanto quebrado de su música retumba en las columnas de los bosques.
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