Los niños y el agua

Para Marcello Salas Gentile

El tiempo colgaba como una fruta madura de las arrugas

que la anciana dejaba descansar sobre sus ojos en el erizado lomo del crepúsculo.

Se olcultaba como una semilla en la flor de mi silencio,

de mis labios cerrados ante el murmullo ya inminente de la noche.

Las estrellas y sus hojas se arrastraban por las calles,

el otoño corría como un árbol por los portales,

tocaba puertas, perseguía adolescentes risueños y los niños jugaban.

Jugaban como el agua, chorros de luz líquida azotando sus manos sobre aquellos

rostros lozanos de la fuente.

Jugaban como pequeños ríos adormecidos en el olvido de sus viajes.

Jugaban con nubes imaginarias de mares, veleros de luz y lluvia sobre ríos enanos.

__Mira papá,__dijo un niño al señalar el rostro de sirena errante del chorro de agua

que salía con la furia y la pasión de la niñez.

Los niños jugaban ni con juguetes ni carros de oro, no habían cuerdas de seda,

sino agua, fuego frío y soñoliento en el olvido del curso de las llamas.

Jugaban como velas de sueños, como estrellas incendiadas, con nubes de hogueras,

con lluvia de candelabros sobre infantes.

Yo los veía jugar y pensaba en todo el vacío que antecede a la infancia y el nacimiento,

en todo el vacío que sigue a la vejez y a la muerte;

en todo lo visto y lo soñado.

Se hunden en los ríos de estrellas los rostros que un día fueron fulgor en la mirada amante,

se sepultan en los astros, abiertos mundos para el deseo y el amor que embargó al cuerpo febril

de los años adolescentes.

Vida, ese momento consciente del tiempo en el transcurso del cuerpo

vagabundo cuando anda ojos, mares, fuegos y senderos de brisa.

Todo se esfuma, nos vamos dejando sitios vacíos, agujeros de silencio para futuros

navegantes del tiempo, y todo cuanto se odió o amó se vuelve semilla silenciosa

en los mandalas siderales.

Volvemos una y otra vez al sitio del agua, a los ojos del fuego, a las manos maternales del viento.

Soy cada quien es, cada quien viendo desde la cumbre del agua, desde los ojos de fuego y viento

ceñidos desde la mirada profunda de la tierra cuando de sus venas nos lanza cual flor y promesa.

Cada alguien es uno desde su torre en los desiertos, desde su barco sobre ríos infantes;

y tanto vacío no puede ser sino silencio al borde de las olas del verso, corazón febril de palabras

que ya traman otra vida.

La inteligencia se yergue tras la absoluta consciencia de sentirnos vivos al arrancarnos de sus ramas.

El vacío no puede ser sino juego de luces y danza de soles hambrientos por vida,

los que anteceden a los niños, y siguen al viejo en su lento andar de oruga.

Los niños juegan…

Jugaban con agua, ni con muñecas silenciosas, ni pelotas obligadas a trotar.

Jugaban como agua, luz en esferas de vida,

como minúsculos ríos adormecidos y cantores en el atardecer.

Jugaban con llamas instantes, lluvia ardiente de mariposas y catarinas

en los dedos de pequeños rostros.

Jugaban con la ignorancia de la vejez y la noche.

Y yo los veía y pensaba en la caricia inminente del ocaso,

en el vacío henchido de versos, en el amor y sus rostros ocultos de naranjas,

en la mirada del primer amor, en mi primer chorro de luz,

cuando jugaba ni con canicas de plata ni con sombrillas de encaje,

sino como tierra y agua, con diminutos volcanes soñolientos

y con estrellas incontables sobre mis cofres silenciosos de la mirada.

Y supe entonces todo, abrazando el murmullo del otoño con el filo de los ojos en los dedos,

en los chorros de sangre y vida, ríos infantes sobre el curso de los cuerpos.

Supe una hoja, una cana del tiempo antes de sonreír hacia la inminente llegada de los estanques lunares.

__Mira papá, uno grande, __dijo otro niño señalando el rostro de un dios enano, un surtidor de agua

que salía con la furia y la pasión de aquel instante.

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