El Principito o El Pequeño Príncipe de Antoine de Saint-Exupéry considerada por la mayoría de los lectores y editoriales como una obra infantil, es a mi parecer, una de las creaciones más trascendentales y complejas de la literatura universal como lo es también bella y única en su simpleza de lenguaje. Encasillada como una obra para niños pierde gran parte de la riqueza que se le podría otorgar si se le considerase una obra digna del público lector adulto, quizás la más digna de ser nombrada obra de autoayuda por excelencia. Saint-Exupéry en la primera página del libro hace una dedicatoria: “más si todas estas disculpas no fueran suficientes, quiero entonces dedicar este libro al niño que fue, en otro tiempo, esta persona mayor. Todas las personas mayores han comenzado por ser niños (aunque pocas lo recuerden). Corrijo, entonces, mi dedicatoria: A León Werth cuando era niño”. Esta frase dejada como sugerencia por Exúpery es angular para entender su postura, la de discursear sobre lo que es capaz de perder el ser humano en su peregrinaje por el tiempo, y como es necesario hacer un alto para cuestionarnos si realmente somos adultos congruentes con los valores, credos y actitudes que profesamos.
El Principito como personaje central de la trama de Antoine es esa chispa de vida y autenticidad de la que adolece nuestro mundo, el mundo que el ser “adulto” y” humano” ha edificado en la sociedad; un mundo que necesitaría ser revisado nuevamente con el lente del telescopio que nos propone Saint-Exupéry. La obra no se sitúa en una época concreta como la mayoría de las obras en las que el autor enmarca los acontecimientos dentro de una fecha, sino que se sitúa en un contexto atemporal que la nutre con una esencia profunda, filosófica y reflexiva. Exúpery nos transmite en algunos momentos la idea de un espacio temporal, dándonos referencias de fechas, y mencionando lugares geográficos muy específicos, pero no se detiene en ellos para la contemplación, ni para saciarnos el apetito de identificación con una sociedad específica. Contrariamente, Antonie nos lanza en un cohete a ese espacio dentro nosotros mismos que demanda ser observado a través de los símbolos universales que nos propone. El Principito como obra es simbología pura. El Pequeño Príncipe como personaje es arquetipo psicológico viajando por las diferentes etapas de la vida humana en el camino que nos traza su creador (Saint-Exupéry), y es también el niño interno que todos de alguna manera llevamos escondido, muchas veces en peligro de supresión, herido, necesitado de consuelo o atención en una constante lucha con los baobabs (nuestros peores miedos, nuestras corrupciones de carácter, nuestros juicios sin fundamentos).
Saint-Exúpery (El Aviador) en esta su obra cumbre y su interior mismo, nos narra la odisea de su vida usando como reflejo de su otro yo infantil al personaje de El Principito. Este Príncipe (la parte más sublime que yace en el interior humano) emerge entonces como recurso necesario, quizás inconsciente, para sanar las heridas de guerra que su creador se vio destinado a padecer en carne propia.
El simbolismo que Antoine en esta su obra de toda la vida y siempre fresca en la memoria colectiva de sus lectores como un sueño recurrente, es alegoría que apunta a las interrogantes por lo general más intrínsecas del ser humano. ¿A dónde vamos después de marcharnos de nuestra dimensión física? ¿Qué es aquello que los ojos del cuerpo no pueden percibir, pero es tan real como lo que palpamos con la mirada? ¿Estos planetas que visita nuestro niño interno a través del viaje espacial que El Principito realiza, representan las facetas de la sociedad, del hombre actual o son además nuestros espacios solitarios e interiores que habitamos en nuestro corazón, y que nos muestran esos rostros que nos negamos a encarar? Exúpery nos lanza estas interrogantes sin ofrecernos respuestas predeterminadas, quizás para que indaguemos hasta contestarlas con nuestras propias verdades.
El Pequeño Príncipe siempre aporta una lectura nueva que se refresca con el surgir de cada edad. Recuerdo que de niña lo leía sintiéndome parte del Sahara, de los planetas, del hogar de mi nuevo amigo (el pequeño hombrecito) y sin pretender, de la flor. Con el paso de los años al nuevamente encontrarme con ella, fueron apareciendo otros matices más complejos. La flor que en un principio era esa niña orgullosa y soberbia se volvió la mujer áspera y cautelosa que antepone sus espinas como un mecanismo de defensa ante el inevitable encuentro con el amor, fuerza imposible de controlar pues nos viene de un plano en el cual no tenemos el control de nosotros mismos. El Principito, el pequeño hombrecito se transformó en el hombre adulto que se propone indagar en las semillas de su corazón para reencontrarse
con el ser inocente que un día fue, y ya no puede ser a causa del dolor. Los adultos que en un principio eran para mí el reflejo del entorno más próximo, como mis padres, se fue transfigurando en toda la sociedad, el presidente, el entorno laboral, los vecinos, los amigos, los parientes familiares, etc. El desierto (lugar en el cual perderse es lo natural) expresa esa sensación de permanente extravío en la que como seres humanos nos hallamos ante mundos y sociedades que no reflejan ni nuestro sentir ni nuestro pensar. El arquetipo del Zorro (el amigo verdadero) invita a explorar, a recorrer ya no los desiertos de la soledad sino los prados de lo que podría ser el mundo si lo abordáramos como un espacio capaz de permitir la libertad de expresión sin las trabas impuestas y más comunes. La llegada de El Pequeño Príncipe (un meteorito alado de pureza) a nuestra tierra nos sugiere reflexionar en qué podemos hallar en el espacio infinito de nuestras ideas e imaginación. Por último, la serpiente (lo más ancestral de nuestra psique) se nos presenta como la tentación de sucumbir ante la necesidad apremiante del dolor, de perder nuestra virginidad, no física sino emocional y espiritual para así, emprender un viaje de retorno que nos madura en la medida que desandamos el camino hacia nuestras estrellas, nuestras facetas más inmaculadas, ocurriendo de esta manera un sacrificio necesario como única vía de redención.
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