El niño y el lobo lunar

Por Santana García

Hace algunas noches, más de las que puedo recordar sin temor a errar y menos de las necesarias para olvidar, visitó a mi ventana una pequeña mariposa que tenuemente golpeteaba contra el cristal. Era una cara conocida para mí, un rostro bienvenido sin dudar, no tardé en dejarle pasar y volando elegante posó en mi cama sobre el cabezal.

—A punto de conciliar el sueño estaba, por suerte te he alcanzado a escuchar. ¿A qué debo el placer de tu visita, querida mía?

—Ya lo has dicho ahora, que conciliar el sueño podías lograr. Y es eso, el sueño, algo que hace tiempo no logro encontrar.

—Terrible mal te aqueja pequeñita, muy terrible mal. Pero dime, ¿cómo te puedo ayudar?

—He venido a que me cuentes un cuento.

—¿Un cuento, dices?

—Cuéntame un cuento.

—Ya veo, ya veo… Con que un cuento de cuna has venido a buscar, pero no siempre es ése buen remedio para tu mal, ¿qué te parece mejor escuchar una historia real?

—Si eso me aliviará, estoy dispuesta a escuchar.

—Atención entonces debes prestar, pero por ningún motivo lo que oigas debes juzgar, pues todo lo que te digo ahora sucedió de verdad.

.           .           .

La historia comienza en un escenario común, tan común que aburre de ser tan trillado, tan evidente que casi, casi es un escenario desgastado… la luna. Sí, esta historia comienza en la luna, pero no es cualquier historia, verás, pues es la historia del niño que caminaba perdido con un lobo sobre la superficie lunar.

Sin noción del tiempo, sin memoria de los tiempos previos a llegar a aquel lugar, el niño desconocía su proveniencia, ignoraba cómo llegó hasta ahí, y lo peor, el niño sospechaba que aquel lobo que lo acompañaba a todas partes sabía las respuestas, pero… ¡Adivinaste! El lobo no podía hablar. Es decir, ¿qué sentido puede tener que un lobo hable, no? y como bien te digo, esta es una historia bastante lógica.

Pero volvamos…

Juntos iban y venían en silencio, recorriendo lo largo y ancho de la luna, sin destino aparente, deteniéndose por momentos a contemplar las estrellas sobre ellos y jugando de vez en cuando, cuando el ánimo del niño era bueno y se ponía a corretear al entusiasta lobo, que por algún motivo parecía guardar un gran cariño al pequeño.

Así que, resignados ante su destino, aquella pareja peculiar gastaba su vida caminando sin rumbo sobre la gris arena, flotando ligeramente a cada paso, contemplando el horizonte oscuro que lucía cercano, muy cercano, pero inalcanzable.

Inalcanzable…

Tan inalcanzable como aquella esfera azul gigante que flotaba sobre ellos, ese faro índigo que les iluminaba las cabezas cuando caía la noche, esa esfera que ambos contemplaban recostados boca arriba antes de dormir. Era a esa esfera a la que el niño pedía siempre el mismo deseo, un deseo que le salía del pecho, un deseo que exclamaba en un grito apagado del alma, apretando sus párpados con suma fuerza, pero que nunca se cumplía. Su deseo: irse de ahí.

Hasta que un día, aquella masa azul flotante le hizo caso. Atendió las añoranzas del niño y al abrir los ojos éste miró con sorpresa que sus plegarías habían sido escuchadas.

— Y… ¿a que no adivinas en dónde se encontraba ahora?

— ¡En la tierra!

— ¡No!

— ¿No?… ¡En Neptuno!

—No.

El niño abrió sus ojos y se halló caminando de pronto solitario… sobre los anillos de Saturno.

¡Oh, vaya desgracia aquella!

Su deseo cumplido fue, pero no como él quisiera. En su camino, el lobo que le acompañaba no estaba más. Su deseo se había vuelto realidad, de la luna se había logrado marchar, pero ¿qué demonios era ese lugar?

Así que él niño caminó y caminó sobre aquel anillo, pisando el polvo estelar, sin llegar nunca a ninguna parte. Y solo, más solo que nunca.

Tal vez, pensó, la culpa era suya por no saber pedir su deseo. Así que un día, cuando un cometa pasó rozando el firmamento, cerró los ojos con fuerza de nuevo, y pidió un renovado deseo. Su deseo: volver a su lugar natal.

Y fue entonces a perderse en sueños, y al despertar…

—Adivina a dónde fue a parar.

—¿De vuelta a la Luna?

—No, a la Tierra. ¿Sabes por qué?

—¿Por qué?

—Porque los niños provienen de la Tierra. ¿Cómo podrías pensar que un niño nazca en otro lugar? Te recuerdo, pequeña, que atención debes prestar, pues esta es una historia real.

Entonces, he ahí que el niño de pronto se halló rodeado de multitudes de gente, de su raza, de humanidad. Niños como él, gente grande, gente pequeña, gente blanca, gente azul, gente de todos colores, ¡toda la gente!, ¡¡todos!!

Todos andando apresuradamente de un lado para otro, pero todos, todos ignorándolo a su paso. Así que el niño comenzó a hacer lo que mejor sabía: caminar y caminar. Al principio se sintió maravillado por aquel sitio especial, pero no tardaron en llegar los días en que la tristeza le volviera a invadir y la miseria de saber que ese tampoco era su lugar, pues sentía entonces una soledad diferente a la que había sentido siempre, una soledad rodeado de mucha gente.

Una noche entonces, un poco alejado de la ciudad, miró al cielo y vio una bola blanca y brillante flotar. El niño sonrió, era como si ya la conociera de algún lado o de algún tiempo, pero ignoraba el porqué de esa sensación. Cerró sus ojos recostado sobre el pasto y pidió un deseo más; con toda su tristeza rogó que éste fuera el correcto. Su deseo: volver a su hogar.

—Esta vez seguro que adivinas dónde despertó.

— …

— ¡En la superficie lunar!

No tardó en abrir los ojos y pudo ver que de vuelta estaba ya. Tampoco tardó en escuchar entonces a un fiel amigo de alegría aullar; su viejo compañero, el lobo.

El lobo corrió como un loco hacia sus brazos, el niño sonrió y lo ciñó con fuerza. Y sintió en su pecho por primera vez ese sentimiento, la felicidad, la alegría de saber que ahí en donde estaba, donde siempre había estado, ese era su lugar. Ése, donde siempre había sido su hogar, donde nunca debió importar ninguna pregunta más, y dónde nunca debió desear nada más, pues a pesar de las cuestiones sin respuesta, de la falta de memoria y entendimiento, ahí nunca estaba solo y contaba con un amigo leal.

—Y colorín colorado, la iguana esta historia ha terminado.

.           .           .

Por supuesto la pequeña mariposa dormía ya. Y ahora mi turno era de volver a descansar, no sin antes desearte una cálida luna y un tranquilo despertar, a ti que me lees desde algún lugar.

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