El Expreso de la Mujer Desnuda (Del más allá)

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A Matilde, de regreso

Inés llevó entonces al capitán hasta el bosque, cuando los rayos del sol se dirigían a descansar y las primeras estrellas brillaban encantadas por su horario estelar. Se sentó sobre una roca a orillas del lago y se quitó las sandalias con delicadeza y sencillez. Se soltó enseguida el cabello, un poco ondulado y quebradizo, y colocó los lentes sobre una rama que se aproximaba a su izquierda.

Pronto las ropas de Inés también desaparecieron. La falda se arrastró allá a lo lejos, dejando libres las suaves y finas piernas de la joven. Soltó los botones de la camisa con mucho cuidado de no perder ninguno, y mientras lo hacía, la redondez blanca de los pechos fueron descubriéndose en aquella grieta azul celeste que se iba quedando sin botones. Ezequiel, quien se estaba despojando la ropa también, no podía apartar los ojos de aquel hermoso cuerpo desnudo que con risas se sumergía en un salto en el agua.

La figura de Inés, fuerte y a la vez tan delicada, cruzaba por el fondo del lago como si fuese un pececillo más entre los demás. Salía, claro, a respirar un poco de aire y para apresurar al capitán, quien se encontraba con medio cuerpo en el agua, pero todavía algo lejos de la desnudez de la doctora. Impaciente, la joven nadó hasta él y salió lentamente del agua, descubriendo una vez más el busto del abrigo del agua. El fulgor de las estrellas reflejadas sobre sus pechos empapados, ese cabello largo y rizado que caía buscando el agua; y las mejillas sin el contorno de los lentes, le daban a Inés un brillo excepcional que hacía del corazón del pobre capitán una cajita de música. Inés, al notar cuan diferentes sus cuerpos eran entre sí, le ofreció la mano y lo llevó contenta hasta lo profundo del lago de un solo golpe, sin esperar a que él se preparara.

Flotando en medio del agua, Ezequiel pudo contemplar el cuerpo desnudo de Inés siendo rodeada por un aura de manto azul cristal. Para él también era la primera vez que veía a una mujer, y también era la primera vez que veía una abrazada a la completa desnudez. Así entonces la luna, que hasta hace poco estaba resguardada entre los corceles de nube gris, había encontrado a los dos jóvenes nadando en las profundidades del lago. La luz blanquecina que emanaba la reina de la noche llegaba hasta Inés, su hija perdida, y le vestía la piel con las prendas azules de un rey marino. Las cortinas de roca caliza alrededor de ellos dejaron las tinieblas de las profundidades y con la luz de las estrellas mostraron sin vergüenza un centenar de piedras preciosas que se encendían y apagaban como un árbol de navidad. Los brazos de Inés se agitaban suavemente y parecía que flotaba, con suma gracia, en el cuerpo acuático. Una sonrisa traviesa le decía a Ezequiel que en ese mundo también había magia y la acompañó en la risa.

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Un par de horas después, sobre la colina que daba al pueblo abandonado, Inés y el capitán contemplaban el cielo nocturno que guardaba con recelo gris a su reina para otra ocasión. Ezequiel observaba con curiosidad y detenimiento las ruinas al pie de la casita de Inés. Una espesa nube de polvo negro seguía flotando sobre algunas calles empedradas del pueblo, cubriendo las ventanas y la superficie de los carros con una turbia capa de hollín. De entre esa niebla oscura sobresalían las pisadas en un ir y venir desde el bosque a la biblioteca, y de ahí hasta aquel camino que daba a la colina de tierra caliente. Todo el mundo de Inés había sido eso, soledad y ceniza. Volteó a mirarla, y le sorprendió verla tal y como la había visto en el vagón: contenta y emocionada. Así entonces, el capitán sonrió también mientras que nerviosas, las manos de los dos se reunían sobre el césped.

            Para la mañana siguiente el tiempo no había mejorado. Se veían las nubes a punto de reventar sobre el valle y la joven pareja había regresado temprano al Expreso Fin del Mundo para evitar un próximo diluvio. Inés volvió a su asiento mientras Ezequiel regresaba a sus labores de maquinista y dirigente. Esta vez Inés iba preparada. Llevaba en su canasta duraznos, peras y nueces que ella misma había recogido en el campo. También llevaba con ella sus libros favoritos que había conseguido en un último viaje a la biblioteca. Finalmente un cuaderno y una pluma terminaban de adornar la canastilla, pues estaba segura de que iba a utilizarlos para escribir su propia historia, con la misma mágica y perfección de aquellos cuentos que la mantuvieron feliz por tantos años en la inmensidad de la soledad.

            Pasó un tiempo antes de que las primeras gotas de lluvia golpearan las ventanas del viejo ciempiés. En un breve instante aquella briza suave de llovizna y viento se transformó en una tormenta que fue sobrecargando los charcos del pastizal hasta que se hubieron desbordado. Inés miraba hacia afuera intentando divisar al capitán entre la bruma y el frío de las ventanas, pero sólo podía ver una pequeña mancha oscura inclinada sobre las fauces de la locomotora. Dejó entonces sus cosas en el asiento contiguo y salió sujetando fuerte su cabello.

            -¡Capitán! –gritó ella, pero el ruido de las balas cayendo sobre el suelo impedían que el sonido llegara hasta sus oídos. Inés corrió entonces hasta la caja de humos y se encontró al capitán girando una tuerca con las manos temblorosas. -¡Capitán! ¡Hay que irnos!

            -¡No, debo arreglar el tren! ¡Ya nos retrasamos mucho! –exclamó finalmente Ezequiel, determinado en arreglar los desperfectos.

            -¡Pero capitán… el valle se está inundando! – contestó ella, indicándole el agua que se había formado alrededor de sus zapatos.

Ezequiel recostó la cabeza sobre el cofre frío del tren y soltó la llave de tuercas. Inés se dio cuenta entonces de que el capitán luchaba por no dejar salir el coraje y la tristeza. Tenía los brazos llenos de moretones y las manos ensangrentadas. También se dio cuenta de que en todos los años de observar al tren cruzar por su camino este nunca se había retrasado ni había faltado a su espectáculo de dulce melodía de acero y humo blanco. Entendió entonces que el ciempiés estaba muriendo.

Los zapatos de los dos jóvenes abatidos siguieron hundiéndose en el reflejo cristalino. El lago se había desbordado y olas ligeras elevaban más y más el nivel del agua. Inés se inclinó y miró al capitán esconderse entre la sombra de su gorra gris.

-Lo siento mucho, capitán…

Ezequiel, escuchando esto, miró a los ojos de la dulce doctora y tras una breve pausa la tomó de la mano. Regresaron entonces a los vagones en una carrera que se hubiera convertido en nado. Cansados por el tramo se sentaron uno al lado del otro después de cerrar con fuerza la entrada.

-Lo siento también por usted, señorita –dijo el capitán después de recuperar el aliento y esbozando una sonrisa cansada.

Inés puso su mano sobre la de él y le regresó el gesto con una risita sincera. Se levantaron y observaron por la ventana el agua cubriendo gran parte del valle. Allá afuera ya no quedaba ni el rastro de las flores bailando con el viento. Como pidiendo auxilio, la rama de un árbol se levantaba del campo acuático con unas hojas que iban desprendiéndose de esta y volaban entre la tempestad. El capitán fue entonces por una manta gruesa hasta la cabina y se la otorgó a Inés, para que se quitara esas ropas mojadas y se mantuviera caliente. Le dio la espalda para regalarle a Inés un poco de privacidad, pero tras unos instantes fue sorprendido por el paso de unas cálidas manos sobre los hombros. Se puso de nuevo frente a la tierna jovencita y esta se puso a indagar con los dedos cada parte y cada gesto que hacía él. Sin mirarlo a los ojos, Inés se puso a reconocer con la piel el cuerpo extraño que había llegado en el tren un día atrás. Le quitó entonces la camisa y sintió los hombros más anchos que los suyos, la barbilla rasposa, el pecho plano que iba desde el cuello hasta el ombligo y, finalmente, los labios que temblaban nerviosos por lo que estaba sucediendo. Volvió a sonreír, un poco nerviosa esta vez, pero con tal emoción que saltó a los brazos del capitán y lo besó en los labios, tal y como había visto hacer tantas veces a la princesa que era rescatada del valiente caballero. Con el impacto, ambos cayeron inmediatamente al suelo. Ezequiel se quedó entonces bajo los ojos resplandecientes de la doctora, sintiendo de nuevo la cajita musical saltando sobre su pecho con aquel dulce beso de durazno.

-Gracias por venir a rescatarme –exclamó Inés mientras se recogía el cabello por detrás de la oreja izquierda y sentía que el corazón se le iba saliendo de entre la boca.

El capitán se quedó un rato sin moverse, encantado por el gesto. También él empezó a sentir curiosidad por saber cómo era aquella mujer que, a pesar de todo, seguía sonriéndole al mundo. Pasó las manos por sus mejillas y le retiró un mechón de la frente que le estorbaba para verla bien. Siguió tocando la piel de Inés a través del cuello y desabrochó uno a uno los botones que escondían aquellas cuencas de leche que había visto la noche anterior. Cuando se le descubrieron frente a él, pasó los dedos sutilmente a su alrededor y descubrió que suave era la piel de una mujer, muy distinta a la suya. No era sólo en esa parte, claro, también sobre sus pequeños brazos se podía apreciar una delicada textura que hacían resaltar la belleza de sus manos. Inés se quitó de encima, se terminó de desnudar y se sentó frente a Ezequiel. Él hizo lo mismo y ambos se quedaron observando los cuerpos ajenos que eran tan diferentes uno de otro, tocando rincón por rincón. El cuello grueso del capitán, el vientre frágil de la doctora. Los pechos de Inés que con el ligero roce de las manos de Ezequiel hicieron que todo su cuerpo se estremeciera en el acto.

Entonces Inés observó que de entre las piernas de su compañero se levantaba un miembro extraño, un tanto feo, y que al tacto se sentía más caliente que el resto de su cuerpo. Ezequiel también se estremeció con la situación, pero Inés continuó tocándolo recordando algunos otros libros que había estado leyendo y es que, algunas noches, había soñado también con los besos, el romance y las caricias más allá de las historias fantásticas de mundos maravillosos. Soñaba con Lolita, Marguerite Duras y con Lady Chatterley; quería saber que significaba hacer el amor, que se sentía, que era aquello tan intenso que había sido censurado y condenado a las estanterías más alejadas de la biblioteca. Siguió entonces contemplando al capitán con una sonrisa mientras le tomaba el sexo con la mano derecha y lo dirigía al suyo recostándose otra vez encima de él.

Así, entre la sangre y el sudor, Inés pudo sentir el calor del sexo cuando unieron sus cuerpos en aquel acto de amor. La doctora se sentó sobre el miembro de su compañero de soledad y empezó a subir y bajar con suavidad para encontrar el placer en el dolor prematuro. Algunas lágrimas fueron derramadas, pero el capitán, quien también se sentía perdido en la situación, la tomó de la cintura y la fue penetrando más y más.

Poco a poco el sufrimiento de la virginidad deshecha fue opacándose por el tierno tacto de un par de brazos sujetándola fuertemente contra su cuerpo. Sentía que iba a romper en llanto en cualquier momento, no sólo por el dolor entre las piernas, sino por la dicha de haber encontrado a su valiente caballero en aquel momento de su vida donde no sabía si podría seguir soñando.

Poco a poco también la melodía de la lluvia cayendo sobre el gran valle se fue terminando. El rocío tocaba algunas notas esporádicas sobre el agua, pero todo llegó a su fin cuando los rayos del sol se abrieron paso por las oscuras nubes del diluvio y Ezequiel, irremediablemente, soltó pronto el cuerpo de la valiente doctora al llegar el clímax de su sexo. Así entonces el silencio se apoderó del mundo en un cálido abrazo.

Momentos después, cuando la pareja se hallaba dormida entre los asientos malgastados, el gran ciempiés sintió que su trabajo había terminado pues se desprendió de las vías marinas y emergió lentamente del agua ante la mirada asombrada de los dos jóvenes aventureros, quienes se despertaron con los primeros estruendos.

Ezequiel abrió la ventana contigua y subió al techo del vagón cuando ya el tren se encontraba sobre la superficie. Después le dio la mano a la gran bibliotecaria para ayudarla a subir y se sentaron envueltos en la manta gruesa a ver al sol meterse entre las montañas que ahora parecían bastante enanas. La chimenea comenzó a expulsar su fantástico humo blanco y finalmente se fue perdiendo este entre las nubes del cielo.

            Se quedaron ahí toda la noche, esperando a la luna, a las estrellas y al alba que iría a anunciar el próximo amanecer. Se quedaron también los días siguientes, nadando, haciendo el amor que venía en los otros cuentos de hadas y comiendo duraznos, peras y manzanas de los arboles que habían logrado escapar de la inundación. Fueron haciendo de ese mundo el que había soñado la joven Inés de luces brillantes y estructuras ancestrales. Sueños de la misma chica que esperaba siempre, a las tres y cinco de la tarde, a que pasara el tren que la llevara lejos.

Claro, ahí en su nuevo mundo no había viejos gnomos tristes o hadas de alas rotas o sirenas de voz perdida; sin embargo, si había ahí una princesa que terminaba de reponerse el corazón y un caballero que, aún sin caballería, siempre velaría por protegérselo.

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Cierre del segundo viaje.

Gracias por viajar en el Expreso del Fin del Mundo.

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