Cinco cruces

Por Santana García

Al pie de las cinco cruces estaba tirado el cuerpo de Nepomuceno cuando…
¡Se levantó!

 

Era muy pequeño cuando lo vi. Y como era de esperarse, no importaba cuánto jurara, ningún adulto me creía nada. Pero Artemio e Imelda —niños, claro está— sí me creyeron cuando les conté la historia.

Iba bajando del cerro en mi bicicleta. Mi madre me había mandado a dejarle un dinero a mi tío enfermo, pa’ que comprara su leche en la mañana, pa’ que comprara su pan. Así que iba ya de regreso cuando lo vi. Ya lo venía mirando desde más arriba, ahí estaba parado frente a las cinco cruces, sin hacer más nada que mirar pa’ arriba a las cruces y las grandes nubes negras que apresuraban la llegada de la noche. Cinco cruces blancas y Nepomuceno ahí de pie, era todo lo que había en el paisaje, eso y el prado bordeado de árboles.

Nepomuceno estaba vestido con la típica guayabera blanca que se ha hecho amarilla con los años, su pantalón desgastado y su sombrero de palma. Ahí estaba, y ahí lo miré cuando se cayó… No tardé en llegar cerquita de las cruces, y me detuve a observar —sí, sí me estaba muriendo de miedo, ¡pero la curiosidad es la curiosidad, pues!—. No tenía duda entonces, ni la tuve nunca, ni la tengo ahora, Nepomuceno estaba bien tieso. No se había caído nomás, ¡se había muerto!

Ya mero se hacía de noche, y ya me quería ir de ese lugar, pero no quería dejarlo ahí solito, tirado como un animal. Esperaba que pasara alguien más, pa’ decirle, pa’ que se hiciera cargo y pa’ que ya me largara de ahí, pero nada.

Los escalofríos ya habían hecho que tirara mi bici al suelo y estaba ahora parado, temblando con los brazos cruzados pa’ taparme del viento que ya arreciaba y el polvo que levantaba —¿Y si me iba?… no se iba a quedar tan solito, las crucecitas lo iban a cuidar—. ¡Pero no sé por qué no me fui, caray! Ya se asomaba la luna y los cerros se empezaban a ver negros y pues, bueno…

Juro por mi santita que ahí fue cuando pasó… Y que ahí estaba yo… Y que yo lo miré. El viento dejó de soplar fuerte y los grillos empezaron a sonar y sonar. Y Nepomuceno… ¡Que se levanta…! Así nomás. Se paró como si nada, con la cara tiesa y sus harapos arrugados, se volteó pa’ las cruces y se persignó. Y se fue caminando pa’l monte, pa’ donde no hay nadie, pa’ donde no hay nada.

No grité. Me monté en mi bici y me bajé del cerro como si estuviera soñando. No sentía nada, no pensaba en nada. Me acuerdo que cuando llegué a mi casa sudaba frío y me dolía la panza. Mi madre me dijo que estaba muy pálido y me preguntó qué pasaba. Le conté, me dio un té de sabe qué planta y me mandó pa’ la cama.

No me creyó… Nepomuceno según había estado en mi casa, ahí con mi madre, ahí con mi hermana. No pude haber visto a Nepomuceno, me dijo mi anciana, porque Nepomuceno había estado en la casa toda la tarde y acababa de marcharse.

Solo Artemio e Imelda creyeron mis palabras… ¡Ah!, y es que nadie en el pueblo volvió a ver jamás a Nepomuceno, ni en el mercado, ni en la iglesia, ni en la plaza, ni en ningún lado. Nunca más se supo de él. Los últimos que lo vieron, disque fueron mi mamá y mi hermana. Pero yo lo veía, lo veía de vez en cuando caminando por la plaza, a ladito de las jardineras. A veces lo veía caminando perdido entre la gente que se apretuja en las ferias del santito. Y aparte de mí, en ocasiones también lo veían Artemio e Imelda —o al menos eso me decían—.

Ya tiene unos años que no lo he vuelto a ver, y la verdad estoy mejor así. Mas me intriga que nunca sabré qué fue lo que pasó ese día frente a las cruces… Yo solo puedo decir lo que con mis ojos vi.

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