Tan hondo el dolor, la dimensión de los umbrales celestes,
la espada del crepúsculo que se ha vuelto arena, el crimen del reloj estático frente al cadáver de la
hora de nuestro encuentro, el adiós y sus cosas.
En el alma, en los ojos, en los latidos del corazón detrás de la noche, el dolor;
lágrima se contempla a sí misma, su vejez, su sentir, su dolor de hondo sentir que
porta tu rostro en cada espejo.
En el eco, en el sangre, en la muerte de los párpados que sueñan y sus umbrales,
en los silencios del espejo y sus grises memorias, el dolor, tú con su forma más antigua.
Herida profunda en los cántaros de mis ríos, no hay calma, solo sed con labios de luna contemplando
cada espejo de agua. La noche baja a beber de los arroyos al fondo de mis patios, pero solo encuentra
un ansia enferma de palabras, tus palabras.
INcrurable arrastro este estigma de la ausencia de caricias, es un sello de soledad en la frente,
una marca de reproches por este amor inmeso que se gesta en mi pecho y solo lleva tu nombre,
tu rostro.
Lleva tiempo cambiar la dirección del barco, comenzar de nuevo con otra colección de lágrimas,
aprender otra melodía que no lleve tu historia, ni esos sonidos que imagino de ti.
Los amores se acostumbran a un rostro, a los misterios de un cuerpo,
a la forma de sirena de la luz sobre unos labios,
al murmullo de la noche en unos ojos.
Amor, eres tan hondo como la prolongación de un ola con su luz de hielo,
como la paz de una estrella que sola ilumina toda una noche,
como un mantra despierto en los pliegues de mi alma.
En las lágrimas, una luz, una guía, una muerte, un silencio de espejos rotos sin memorias,
el dolor y los sueños, y la persistencia de tu rostro.
Ay, vida mía, en la lágrimas, en las manos, y todo el silencio que se le muere a las palbras,
este dolor de amanecer, vagos recuerdos de haber sido el amor y una dicha infinita.
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