Era perfume de violetas el agua de aquella luna que nos eligió para su juego nocturno de épicas conquistas.
Agua de violeta sus ríos, sus mares y cascadas que nunca vimos pero rozamos con los dedos mojados
en la febril fantasía de que estábamos llegándonos al corazón.
De violetas aquella lluvia que te señaló los espejos donde llevarme a ver mis desnudos,
y el interruptor del placer, del grito inocente del ave que por primera vez rompe el cielo y conoce
de cerca el ardor del sol, y del llanto ardiente de saberse tocada en el escondite de los secretos.
Perfumadas y violetas eran las velas en la niebla de aquella noche en la que la ventana se ensanchó en su forma,
y así también la mirada que nos unió con un invisible hilo de palabras que hasta ese instante desconocíamos.
Cuánto te amo al adentrarme en aquella noche, en el templo de jardines de la pálida
virgen desnuda entre lavandas.
Cuánto te recuerdo cuando abrazabas mi frente niña con un beso, y mis manos infantiles que
se entretenían en descifrar tu cuerpo, en construir escondites y columpios en tu piel, por si acaso
te fueras de pronto en un viaje largo y no supieras como llevarme.
Se sembraron las estrellas en aquella luna que nos eligió, pequeñas violetas que hoy aún hacen
a la luna rara y mística.
Todavía estamos tú y yo en un juego de contar semillas celestes, de cazar con la mirada a aquellas
que comienzan a romper a la noche.
Hoy, ya cansados y crecidos del alma ese astro nos llama a observar entre distancias;
nuestros labios vuelven a tener un sabor a campo primerizo.
Tu rostro como un paisaje de tu esencia, y el vino escurriéndose por tu corbata,
abrazan a mis ojos niños como una niebla, un aroma de violetas, intacta como aquella de los cinco años,
intacta como aquella de la primera noche en el fuego; y al mirarnos, nuestras miradas se abren como
espacios sin muros, para que los recuerdos ciegos e infantiles reconozcan el juego del amor.
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