Entre palpitaciones de lila, rosas blancas y la túnica indulgente de San Francisco de Asís trascurrió la primera parte de la tan esperada ceremonia de unión de Marina Rebolledo y Ernesto Lugardo el pasado 31 de julio en José Cardel, Veracruz, en La Parroquia de San Francisco de Asís, justo al mediodía, donde a través de sencillos vitrales y cándidas estatuas, Cristo hizo acto de presencia transportándonos a nuestros cielos personales.
Mis compañeros y yo habíamos llegado desde las 10 am tras un viaje de tres horas y media desde la ciudad de Puebla de Zaragoza. Con el afán de no perdernos los detalles de la celebración apuramos el viaje a través de los laberintos de cactus que conforman las carreteras mexicanas, para finalmente llegar a donde las palmeras se incendian bajo la caricia del estío. Antes de arribar a la catedral hicimos una parada en El Hotel Bienvenido, aseguramos la noche, nos acicalamos, y antes de la llegada triunfal de la novia ya nos encontrábamos en el umbral del himeneo. Entre las risas de las cinco damas, todas vestidas de lila, el futuro novio, familiares y amigos, el aura angelical de las flores y los abrazos sinceros, el momento se nos desnudaba con el buen pronóstico de un día inolvidable.
Mi amiga Laura Hernández, Fernando su amigo y yo estábamos espléndidos para el motivo, aunque el diseño de mi vestido estaba un poco pasado de moda, pues lo había adquirido hacía unos doce atrás cuando se estilaban bombachos y con volantes de encaje en la parte baja. Sin embargo, el decorado de las rosas rojas haciendo contraste con el negro y saliendo del vestido como si fueran reales, más el escarlata que resaltaba en gran parte del modelo, creaban una impresión de sensualidad intemporal que no pasó desapercibida ni para mí misma. No obstante, mi atención no recaía tanto en los espectadores, ni en mí, como en el novio, y en la imagen preconcebida que tenía de la futura esposa dentro de su vestido mágico de amor, y lo que más sospechaba, detrás de un cubrebocas diseñado especialmente para esa ocasión irrepetible. Por fin llegó Marina Rebolledo para disipar mis dudas; efectivamente, lucía una mascarilla blanca finamente ataviada con flores que sobresalían por encima del encaje, y de inmediato nos inspiró a todos y a Lugardo, a ostentar las nuestras.
Acto seguido nos dejamos conducir por la misa y el alma del instante. Las palabras del padre, bien elegidas y cuidadas para tales instantes, despertaron en mi interior el deseo de liberar la fe, fue así como me puse a orar con toda la seguridad de que sería escuchada, de que detrás de la imagen del Jesús de yeso moraba un corazón benévolo en el que podía depositar mis deseos, y en el que mis penas serían consumidas por el fuego eterno de la compasión. El consuelo no tardó en llegar, pues me percaté de que mis sentimientos se habían retirado al remanso dentro de mi alma donde los fantasmas no pueden torturarme. Entonces advertí la presencia de Mario Rivera, un hombre alto de 1.84 metros más o menos, moreno claro, de cabello largo y ensortijado, con una frondosa barba que resaltaba no tanto por su frondosidad sino por el curioso contraste que hacía con la escasez de sus cejas. No llevaba puesto el cubrebocas, lo que hizo que me fijara en el más de lo que suelo hacerlo por estos tiempos. La finura de sus rasgos faciales bien definidos se contraponía al vigor que mostraba su pecho, lo que lo hacía muy atractivo a simple vista. Pero no fue su encanto físico lo que me atrajo de él, sino la intensidad con la que miraba a Rebolledo y Lugardo, como si hubiese querido arrojarse hacia ellos y separarlos con un solo movimiento. Se le notaba tenso e iracundo, aunque se esforzaba por sonreír y pasar inadvertido. Casi nadie lo notó como yo lo hice, así que me sentí en la obligación de observarlo de cerca durante toda la celebración.
Ya en el jardín de fiestas los preparativos continuaron como seguramente lo habían previsto los novios, de maravilla. La variedad de platillos tradicionales aunados a un consumo ilimitado de alcohol, además de una impecable selección de música en vivo con un trío jarocho, una rondalla y una banda de pop en las primeras horas de la tarde, lograron adentrarnos en lo que ha sido una de las mejores celebraciones de la temporada, creando un ambiente divertido que no solo transmitió la felicidad de los recién casados, sino que también logró hacer tolerable el sofocante calor veracruzano propio de la temporada. Con abanicos en mano todos cantamos y celebramos la unión de Marina y Ernesto, excepto Mario Rivera, al que no había dejado de seguir de cerca, por lo que pude notar varios momentos en los que su corazón se oprimía a causa de la dicha de los anfitriones.
Hubieron tres momentos en particular en los que creí que seríamos arrasados por su ira contenida. Uno fue cuando entusiasmados le pedimos a la pareja que se besara sin el uso de las mascarillas. Hasta ese momento los chicos las habían estado usando todo el tiempo, excepto para las sesiones fotográficas que se realizaban frente a un tierno arreglo floral con fondo blanco. Ni Rebolledo, ni Lugardo accedieron a pesar de nuestras insistencias, quizás porque no querían imponer el mal ejemplo ante la aún amenazadora pandemia que nos aqueja. El segundo fue en el brindis que fue acompañado por la ronda de una libélula que se había infiltrado de invitada. Y por último al escuchar la canción No te apartes de mí de Roberto Carlos interpretada por la rondalla. Ahí ya no pudo soportar más, se levantó indignado de la mesa y fingiendo que debía contestar el teléfono se apresuró hacia la salida. Ya no regresó más.
La fiesta continuó sin pormenores tras su partida. A la banda de pop le siguió el lanzamiento del ramo que intenté pescar varias veces sin ningún éxito, y por último, la noche cerró con una orquesta de salsa que, aunque usaba pista sabía fingir muy bien el talento de alguno que otro de sus músicos. Después del pastel y un café, mis amigos y yo decidimos que ya era tiempo de regresar al hotel, por si queríamos estar listos a primera hora del día siguiente en la estación de autobuses. Una vez en mi habitación ya no pude dejar de pensar en Mario Rivera. Necesitaba saber quién era y como había llegado a la boda si no parecía estar contento con esa unión. En varias ocasiones había felicitado a Marina, y le había sonreído fingidamente a Lugardo, pero el acercamiento frío que tenía con ambos denotaba que no era un amigo íntimo de la pareja, sino más bien hijo o pariente de alguno de los invitados importantes. Asaltada por esa curiosidad fuera de lugar se me antojó un cigarrillo, así que salí al balcón de la recamara.
El calor era agobiante hasta el punto de espantar a los jóvenes de las avenidas principales un sábado por la noche. Las vías estaban solitarias, y los grillos alborotados por la presencia del silencio no cesaban de sermonear, por lo que pude notar con mucha rapidez la irrupción de un hombre en el balcón que se situaba frente al mío. Al principio me costó a causa de la oscuridad percatarme de quién se trataba, sin embargo, tras unos breves gestos que ya llevaba observando desde la 1 pm de ese día, no tuve dudas de que se trataba de Mario. Mi primera reacción fue ponerme nerviosa, la sangre hirviente se me acumuló en las mejillas, y mi corazón dio un vuelco de sorpresa. Qué tal si había sentido mi mirada escudriñadora durante la fiesta, qué tal si pretendía interrogarme para sacarme información acerca de Marina y Ernesto Decidí no llegar a las conclusiones, pero lo que siguió después ocurrió casi con la rapidez de la luz. Rivera sacó una pistola Sig-Sauer P-226 con la que se disparó en el cuello para después precipitarse hacia la avenida desde el tercer piso del hotel donde se hospedaba, completamente inconsciente.
Sobrevivió a aquel impulso de pasión. Tras dos semanas de interrogaciones por parte de la policía municipal debido a varias sospechas que envuelven su nombre, y pasadas investigaciones de las que ha sido sujeto, declaró que conocía a Marina desde que estudiaban juntos la escuela primaria, la secundaria y la preparatoria. Siempre la había amado en secreto sin atreverse a confesar. Como ella se había ido lejos de Cardel a estudiar la carrera le perdió el rastro hasta que la vio regresar una década después muy enamorada de Lugardo. Gracias a que es hijo de un buen amigo de la familia de Marina pudo permanecer al tanto de ella.
Había ido a la boda para desengañarse de ella, de lo que sentía, sin embargo, al verla tan hermosa, (y es que realmente lo estaba, más allá de lo que sus sentimientos empañados por el amor pudieran decirle) no resistió el embate del dolor sintiéndola de otro. Iba a parar la boda, iba a protagonizar un escándalo, y quién sabe qué más, oponiéndose a la unión para que al menos ella lo tuviera presente por siempre, aunque terminara casándose con Lugardo. Pero al ver a todos con cubrebocas, a la misma Marina escondida tras esa máscara en la que quedaban ocultas sus emociones, toda muestra de felicidad, no pudo sobrellevarlo, según él, aquel espectáculo de hipocresía y falsedad. Esa fue la causa de que se atragantara con la furia y el tormento. Después de abandonar la boda, de no haber podido cumplir con su objetivo, de tener la certeza de no poder dejar de sufrir siendo un eterno fantasma para ella, se aseguró de que la muerte era el único lugar idóneo para él, y que yo estaría ahí para ser testigo de su tragedia, pues, aunque hice todo lo posible por ser discreta en mi vigilancia, él me había notado. Siguió mis pasos tan minuciosamente como yo había seguido los suyos, entonces se alquiló en el hotel vecino muy seguro de que yo no tardaría en salir al balcón en busca de respuestas.
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