Como tenía un ojo de un color y otro de otro, además de que podía doblar los pulgares como si pareciera que se desprendían de sus manos, la pequeña Caro se sentía diferente a los demás niños de la casona. Y, como se sentía diferente a ellos, creía que tal vez no era de este mundo.
Estuvo pensando en ello por mucho tiempo, sin saber entonces que era ella. Esto se le aclaró después de ver una película de extraterrestres en la televisión. Desde entonces se escabullía cada noche de su cama, cuidando de no despertar a las otras niñas, y se ponía a ver la tele en la salita con una cobija encima, para camuflarse por si de repente llegara uno de los adultos. Muchos de los extraterrestres de las películas eran de colores, con deformaciones extrañas y formas curiosas; pero algunos tenían apariencia humana con pequeñas diferencias físicas que los distinguían de los demás. Tal como pasaba con ella.
Cuando llegaban de la escuela, Caro se ponía a dibujar alienígenas en su cuaderno de matemáticas y cuando algunos de los niños la molestaban por ello, inmediatamente los amenazaba con desintegrarlos con un rayo láser que podía disparar desde los ojos. Por supuesto, gracias a esto los otros se burlaban de ella. E incluso le pusieron un apodo: la E.T.
En su cumpleaños, una de las señoras de la casona le regaló un pequeño juguete con forma de nave espacial, pensando que sería lo más apropiado para una niña tan curiosa por el tema. Carolina se la pasó estudiando el objeto volador por días, haciendo dibujos y bocetos, y mirando en sus libros de geografía datos sobre el espacio exterior. Estaba segura de que algún día encontraría su nave espacial para volver a su planeta, con sus padres.
Un día de vacaciones, Braulio, que era mayor que ella y además bastante bruto, le arrebató a Caro su juguete y no se lo quería devolver. Los otros niños solo los veían y se reían de los ojos de colores de la pequeña que estaban a punto de llorar. Ella, convencida de que era una extraterrestre, aprovechó que empezaba a moquear por el llanto y se limpió la nariz con la mano, acercándosela después a Braulio. Lo amenazó diciéndole que era moco alienígeno y que era altamente peligroso para los humanos. Como este no hizo caso de las advertencias, Caro se los embarró en la playera y él, furioso, la empujó contra el suelo.
Caro comenzó a llorar con fuerza y sus compañeritos ya sentían dolor de estómago de tanto burlarse. En ese momento se abrió paso Pablo de entre el círculo, él era otro niño que tenía más o menos la edad de Braulio, y empujó así al bravucón también al suelo.
-¡Miren todos! ¡Es el novio de la E.T.! –exclamó Braulio poniéndose de pie y dirigiéndose a su público infantil-. ¿Tú también eres un extraterrestre? ¿Y se dan besitos?
-No, yo no soy eso –contestó Pablo sonriente, despreocupado por la burla que le hacía su compañero; tomó aire, levantó los brazos frente a él y exclamó -. ¡Yo soy un zombie!
En ese momento se arrojó contra Braulio y le mordió con fuerza el brazo. Este chilló y salió corriendo a la casona, buscando auxilio con alguna de las monjas. Pablo, el zombie, se volvió a los otros niños y gruñó pidiendo cerebros. El patio se quedó vacío después de esto. Los niños gritaban horrorizados mientras luchaban por entrar al mismo tiempo a la casona.
Pablo le dio las manos a Caro y la ayudó a ponerse de pie. La niña se enjuagó las lágrimas en su blusa y se frotó los ojos. Le preguntó a Pablo si realmente era un zombie y este le contestó que sí, pero que solo comía cerebros de los niños tontos, porque son más ricos. Ambos rieron y a partir de entonces se hicieron muy buenos amigos, hasta el punto de prometerse que encontrarían la nave espacial en la que llegó Caro, para que finalmente pudiera regresar a casa.
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