Mis padres eran Héctor Suárez y Leticia Perdigón, sí, la pareja protagónica del film mexicano “Lagunilla, mi barrio”. Mi hermana y yo estábamos sentados a la mesa con ellos en un típico ritual dominical: comer en la casa de la abuela, que si digo la verdad, parecía una bruja, pero una bruja verdadera y no mamadas. Además, la demencia senil completaba su espectralidad.
Yo ya me había terminado el primer plato de mole cuando Chona, mi hermana menor, quien tenía un retraso mental severo, se sentó en las piernas de la abuela. No es por ser cruel, aunque creo que lo soy, pero siempre pensé que hacían una pareja excepcional: ambas babeaban, no conseguían articular palabra y ostentaban la motricidad más torpe, así que cuando estaban juntas parecían entenderse a la perfección. Por eso nadie se sorprendió cuando comenzaron a gritar y a gemir. La abuela miraba fijamente a Ladrón, nuestro perro, y mi hermanita se desgarraba la garganta emitiendo cacofonías.
Después de la comida nos despedimos de la abuela, que le daba vuelo a su coprofilia encerrada en el cuarto de baño. Papá cargó a Chona y no fue sino hasta que llegamos a la estación del metro cuando nos percatamos de que le sangraba la entrepierna. Mi mamá se asustó y le bajó los calzones para revisarla. Yo también me asusté, pues al voltearla dos pellejos cayeron al suelo. Mi padre estaba colérico empujando y mentándole la madre a todos los curiosos que contemplaban, entre horrorizados y divertidos, el culo de Chona.
De inmediato regresamos a la vecindad. Encontramos a la abuela peinándose en la fuente. Papá la sujetó de los cabellos y mi madre le revisó las manos:
– Tiene las pinches uñas llenas de sangre.
Entramos a la casa. Yo me quedé con Chona, que parecía haber recuperado la calma mientras oliscaba desangelada los diminutos jirones ensangrentados de su piel bajo la silla de la abuela. Pronto salieron mis padres de la cocina con las ropas llenas de sangre. Lucían agitados, mi madre traía unas tijeras para cortar pollo que guardó en una bolsa de plástico. Papá sacó un gordo fajo de billetes de detrás de un retrato del abuelo y tomó a Chona en sus brazos. Iba a preguntar por la abuela, pero supuse que estaría en la cocina jugando con su excremento.
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