Esta captura es por momentos intolerable, después de la huida, las batallas y el fracaso no me queda más que una extensa depresión. Y la violencia. Decir que la amo sería una mentira, los muertos no aman a pesar de que recuerden o lloren, no aman a pesar del amor. Obvio es pues que ese sentimiento no me queda. Sólo la violencia y la depresión… me la recuerdan con la pistola al cinto y un eterno cigarrillo entre los labios, tal como la vi por primera vez: guardando la seguridad en un edificio de gobierno, su cabello rojo brillaba con el sol y transpiraba profusamente.
Fui a ver al gobernador para entregarle el proyecto de desarrollo tecnológico que me había solicitado meses antes y al pasar junto a ella aspiré un penetrante olor mezcla de tabaco y sexo desaseado. La miré y me hice a un lado, se dio cuenta y me dedicó un gesto burlón mientras soltaba con desenfado una grave bocanada de humo.
Pensando en sus gestos podría llegar al fin del tiempo. No hay nada que pueda imaginar tan imprevisible como aquel mágico rostro de agua, por eso se me complica recordar su cara, porque más bien la concibo como una pieza multiforme, intercambiable según la hora del día, el humor o el clima. Puedo pensar tantos gestos tan distintos que bien podrían pertenecer a personas diferentes.
Cuando robaron uno de mis autos fue ella, la comandante Yocasta Peligro, quien estuvo a cargo de la investigación. Siempre le asignaban los casos menos importantes, lo cual no le desagradaba, estoy seguro. Era evidente que lo trivial llamaba su atención, hasta se enamoró de mí y escuchó pacientemente todos los líos de finanzas de la compañía y las historias de mi soledad infantil. Si eso le importaba, no veo por qué no haya podido interesarle el hecho de que la señora Cajón descubriera a su marido en la cama de la vecina y armara por esa razón un gran escándalo.
Odio esta jaula y a todos los que la habitan. Aquí, amanecer muerto es lo mejor que puede pasarte. Nadie tiene por nadie ninguna estima. A cambio de unos gramos de fuckaína cualquiera puede hacer estallar el cráneo de cualquiera.
Todos estos criminales comparten muchas cosas: droga, promiscuidad, violencia, chantajes y un largo etcétera, en casi todo me les parezco, lo único que me distingue es la voluntad. Ellos delinquieron en una carrera por escapar de condiciones miserables, casi en defensa propia. Yo en cambio la maté porque quise, porque me di cuenta de que el amor es algo horrible que no estaba, ni estoy, dispuesto a soportar. La maté en mis cinco sentidos, en pleno uso de mis facultades mentales, no en medio de un ataque de rabia o de un combate cuerpo a cuerpo.
Mientras dormía abrazándome, estiré el brazo hasta la mesa de noche y tomé su revólver, su esencia de policía, de mujer policía. Con el arma aparté suavemente los hilos rojos de su cara y contemplé largamente la línea de sus cejas, traté de adivinar su expresión al darse cuenta de la muerte y, por supuesto, no lo conseguí. La desperté besándole con suavidad un párpado. Me aparté un poco, abrió los ojos y yo los cerré, en el último instante me arrepentí de verla. Simplemente jalé el gatillo apoyando el cañón contra su cuello.
La sangre me dio tristeza.
Tal vez hice mal las cosas, quizá en lugar de homicidio debió ser suicidio, pero ¡demonios! ella me amaba y lo que yo menos deseaba era lastimarla, debía decidir entre regalarle la muerte o el sufrimiento más feroz. Sé que mi decisión en ese aspecto fue correcta y que de cualquier forma ella me lo agradece. Por eso huí, porque me di cuenta de que a la comandante no le agradaría que me enjuiciaran por un acto tan genuinamente amoroso. Por eso abandoné la compañía y mi mansión para correr noches enteras y refugiarme en unas cuevas en las afueras de la ciudad. Allí bloqueaba mi mente para olvidar mi condición de prófugo.
La huida, sin embargo, me agotó. Terminé por pedirle a un hombre que cuidaba vacas cerca de las cuevas que me delatara. Esa misma noche escuché las voces de los policías, quise desaparecer y cuando me arrestaron estaba completamente drogado. Me metí como trescientos gramos de fucka sintética, lo suficiente para conseguir su cadera y su cabellera rojo infierno entre los golpes y la humillación de la captura.
Ya en la celda, vi los periódicos. Gran decepción. Trataron el asunto como un burdo crimen pasional: Millonario asesina a su amante, una mujer policía, bla, bla, bla. Los idiotas no descubrieron que TCC S.A. es la empresa que más lava dinero al norte del país ni que yo soy, o era, un capo del narcotráfico, pero eso sí, me denominaron desequilibrado mental. La gente parece incapaz de aceptar que en cualquier momento alguien perfectamente normal puede matar a otra persona.
La comandante Peligro consiguió recuperar mi Mercedes y lo llevó personalmente a las oficinas de TCC. Me entregó las llaves, se sacó el cigarro de la boca y me besó, le rodeé la cintura y me enamoré. Después de esa tarde no conseguí echarla fuera de mis pensamientos, era como la droga, pero de efectos más perdurables.
Me fui a vivir a su casa en el barrio más jodido de la ciudad, se fue a vivir conmigo en el barrio más exclusivo; visitamos a sus padres en la provincia más pobre, visitamos a los míos en el centro del mundo. Hicimos el amor en los basureros y en las cajas fuertes de los bancos; nos hundimos con furia en el exceso. Vivimos y nos matamos. A ella la maté yo y a mí, su amor insoportable.
La amaba tanto que me sabía su esclavo, yo no estaba más en mí, sino en ella, todo el tiempo, aunque no estuviera mirándola ni penetrándola. Esa certeza fue lo que me despertó aquella mañana y me asustó. Odio el miedo. Tomé la pistola y le disparé justo en una marquita que había hecho con los labios horas antes. Quizás luego debí dispararme en la cabeza pero ingenuamente creí que su muerte sería el final de la historia. Ése sí hubiera sido un gran fin: los dos muertos por bala, desnudos en la cama y llenos de sangre. Pero equivoqué mi desenlace, me decomisaron el futuro y se me prohíbe hablar, eso sin contar el tatuaje en mi muñeca: No. 500014. Esteban Sangre. Psicópata y homicida.
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