Por Santana García
Esta es la historia de una niña que conoció a un cardenal…
Fue en una templada tarde de octubre, de esas en las que Lilia gustaba de danzar alegre alrededor de las violetas que su madre había hecho crecer con sumo esmero en el jardín. Con sus pies descalzos pisaba las secas hojas otoñales que se revolvían en torno a ella; con sus pequeñas manos, levantaba todo tipo de bichos de la tierra húmeda y, tras dejarlos caminar en su piel, los devolvía a su sitio. Le gustaba jugar sola, charlar con el viento, comerse la belleza de las flores con los ojos, correr sin dirección, extender los brazos y sentir el calor del sol en todo su cuerpo. Le gustaba también, corretear a su eco y quedarse siempre a un pasito de atraparlo.
Aquella tarde, al sentirse agotada, decidió tomar un descanso bajo las nubes que griseaban la tarde. Se recostó sobre la verde alfombra del jardín y cerró sus ojos, seducida por el sueño infantil.
Entonces fue cuando llegó…
Silencioso como un desierto, sin aviso ni reverencia, posó blando sobre su pecho, con la suavidad de un pétalo, haciendo sentir a la niña su presencia apenas notable. Lentamente ella abrió sus ojos de nuevo, alzó la cabeza sobre sus hombros y pudo verlo. Era su acompañante una elegante manchita escarlata que se ceñía contra su corazón, un pajarito de fino plumaje rojo, con un antifaz negro brillante cubriendo su rostro, pico chato y un curioso penacho que se formaba con las plumas de su cabeza.
—Rojo —dijo la niña susurrando.
Pesarosamente el pequeño visitante alzó su rostro, mirándola fijamente con sus radiantes ojos oscuros.
—¿Quién eres? —preguntó Lilia con curiosidad.
El visitante se puso de pie. Era tan pequeño que cabría en una mano, pero su percha era imponente.
Con su voz, que repicaba como un canto, respondió.
—Yo soy el ave que cuida los robles, soy una lágrima de sangre derramada por nuestro cielo, soy aquel que anunció a nuestros antepasados el nacimiento de la serpiente emplumada, soy el que canta en silencio… yo soy el cardenal.
—¿Qué haces aquí? —preguntó la niña, maravillada por sus palabras.
—Me he perdido. Estoy lejos de casa, tuve que huir cuando los árboles comenzaron a caer sin motivo. Hubo una gran confusión, los animales del bosque gritaban y corrían o volaban en todas direcciones. Vi a otros como tú ahí, nunca los había visto. Pero eran mucho más grandes, tú eres pequeña. Creo haber visto a uno derribando un árbol, pero debí ver mal, ¿por qué harían algo así? Tal vez solo estaban huyendo, como todos. Ahora buscaba el camino de regreso a casa, pero… —el cardenal alzó una de sus alas, que lucía ligeramente torcida.
La niña se incorporó tomando al ave entre sus manos.
—Estás herido —dijo observando su alita rota—. Voy a curarte, después hallaremos tu hogar.
. . .
Así fue como surgió su amistad. En las semanas que le tomó sanar al ave, Lilia escuchó atenta las historias que esta le contaba. Con entusiasmo éste le habló de extensos y verdes parajes, de árboles tan altos que podían tocar el cielo, de otras aves pintadas con todos los colores del arcoíris, de reptiles que se escondían entre las raíces, de insectos que ejecutaban su coro nocturno y de demás animales que daban luz a la vida del bosque. Por ello su entusiasmo era grande el día que tomó al ave para llevarlo de regreso a casa. Tomó un viejo mapa del estudio de papá y emprendió la marcha hacia el bosque con el pajarito entre sus manos, quien no paraba de contarle nuevas historias. Largo fue el camino que recorrieron a pie, pero la niña sonreía con las alegres anécdotas que le narraba el cardenal y que le hacían olvidar el cansancio. Hasta que finalmente llegaron al que era su hogar…
Fue como quedarse congelado en el tiempo. La desolación que azotaba el paisaje hubiera desalentado al más entusiasta de todos los seres. No había nada de lo que las historias del ave contaban, no quedaba nada, solo polvo negro y cenizas cubriendo la tierra. No se escuchaba el sonido de ningún animal, no se veía el verde de ninguna planta, los árboles que tocaban el cielo no estaban ya y al fondo se escuchaba tan solo el agua del río que chocaba contra las piedras, y que sonaba como el mismísimo lamento de la naturaleza.
La niña se quedó de pie, petrificada por un instante. Cuando reaccionó no tardó en voltear a ver al pequeño pajarito que descansaba entre sus manos… El cardenal había cerrado sus ojos para siempre. Y de su rostro diminuto escurría una cristalina lágrima que encerraba todo el dolor del mundo.
Entre las raíces de un solitario árbol de amate que había logrado mantenerse en pie depositó bajo tierra el cuerpo del cardenal y, con sus ojos envueltos en llanto, Lilia se prometió a sí misma reconstruir el hogar de su amigo. <<Si el hombre pudo destruir algo tan grande, el hombre puede construirlo también>>, pensó.
. . .
Cada día del resto de su vida Lilia volvió al antiguo hogar del cardenal y sembró un árbol a la vez. Y vio cómo conforme ella crecía, ellos también. El tiempo pasó y la niña se hizo mujer, transmitió la costumbre a sus hijos y se encargó de que ellos hicieran lo mismo con sus nietos. Así, con el paso del tiempo, el bosque fue naciendo de nuevo. Aquella niña, que ahora era una anciana, lo había logrado; así, lentamente, haciendo germinar un árbol cada día, árboles que al crecer depositaban sus frescas semillas en el suelo y generaban nueva vida. El verde volvió a dominar el paisaje, los insectos de vivas voces volvieron a habitar en aquel lugar, el canto de las aves migrantes se volvió a escuchar desde el follaje de los encinos… la vida había retornado, el bosque había vuelto a nacer.
Lilia se despidió de este mundo cuando tenía ochenta años. Fue a entregarse al bosque, a su bosque. Ahí, entre los nuevos robles que se erigían como pilares de la Tierra, dejó que el viento la abrazara y se la llevara con él. Entonces lo miró, proveniente de una luz muy brillante, recibiéndola con el sonido de un canto que nunca olvidó. Pudo oírlo, llamándola, invitándola al feliz reencuentro: su viejo amigo, el cardenal…
Y fue lo último que vio.
. . .
Cuentan que aún hoy en día se les puede ver y escuchar caminando entre los árboles; una niña de dulce sonrisa, que corre y danza al ritmo del canto de una pequeña ave roja que siempre vuela a su alrededor. Son los guardianes del bosque, son el canto eterno que recuerda a los hombres que también pueden dar vida a la Tierra, un árbol al día, una semilla a la vez.
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