Preludio en el viento

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Un foco fundido, eso era lo último que les faltaba. El gas se había terminado hace un par de días y el refrigerador se encontraba descompuesto desde el martes. No habían comido nada más que sopas instantáneas con el agua colada de la cafetera. Eran tiempos crudos, de decisiones importantes. Era el café de la mañana o una comida caliente sobre su mesa. Era el gas y la reparación del refrigerador o el mes de renta por adelantado. Algo para al menos mantener un techo sobre sus cabezas.

Esa noche sería la tercera consecutiva en la que compartirían un tazón de sopa instantánea alrededor del único foco en el departamento. Y a pesar del escepticismo de la gente, un foco es lo suficientemente cálido como para mejorar el mal humor. Si Luisa no estaba lanzando injurias contra las manchas de agua en la pared, era Tadeo el que refunfuñaba una cátedra completa recostado en el sillón, una palabra tras otra, sin respirar. Pero cuando el TING cantaba desde el pequeño reloj junto a los envases de sopa, sabían que era hora del foco. Se sentaban bajo su luz, sacaban los tenedores de los envases vacíos e hincaban los dientes de acero sobre los fideos. Y entonces recordaban lo mucho que se amaban.

Pero esa noche el foco tronó justo cuando apenas el humo blanco de la comida caliente danzaba bajo su nariz. Luisa y Tadeo vaciaron los bolsillos: nueve pesos en total, por lo menos hasta mañana el día de paga. Era hora de otra decisión importante, una comida caliente para dos, o un foco amarillento que se balanceara sobre sus cabezas por otros, tal vez, dos meses más. La sopa nunca tuvo oportunidad.

Ambos tomaron sus abrigos y salieron al pasillo, donde una ciudad en calma respiraba cerca del barandal. Casi como si estuviera durmiendo, con los ojos abiertos, recostada en el asfalto y mirando al vacío oscuro del espacio exterior. El aliento helado hacía neblina en los rostros de los jóvenes hambrientos, así que apresuraron el paso hacia las escaleras. Pero mientras caminaban, las luces que resplandecían a la altura de las puertas vecinas se fueron fundiendo una tras otra. Era algo extraño, claro, y pensaban divertidos que tal vez era su habitación el primero en influenza; y que ahora todos los allegados estornudaban de golpe dejando, al final, al pasillo en tinieblas.

Una simple coincidencia, tal vez, sin embargo, tras bajar las escaleras y acercarse al paso peatonal, sintieron el escalofrío de los fuertes vientos apagar las luces de todo el edificio, como si estuvieran soplando las velas de un enorme pastel. Luisa y Tadeo se miraron, solo de paso, mientras levantaban los hombros y se hacían los desinteresados.

Los charcos estancados entre las llantas de los carros parecían intactos al paso accidental de algún transeúnte. Y desde la entrada del edificio hasta la esquina a unos metros adelante, ningún alma humana salió a acompañar a la pareja. No había tampoco plática obscena tras los muros más delgados, ni música resonando entre las ventanas de los hogares. Era, tal cual, una noche de fría indiferencia, donde el aullar de la brisa nocturna llamaba a los dos muchachos a través del laberinto de calles y edificios.

Fue durante la segunda nota de aquel concierto en la que Luisa y Tadeo volvieron a sentir, entre los espacios sin abrigar de sus ropas, que las luces seguían apagándose detrás de ellos. No solo de las casas en fila o los negocios cerrados, sino también de los faroles que, cuales soldados ingleses, miraban a la calle sin mover un músculo. Y caían rendidos, como si estuviesen tan cansados como para seguir aguardando al rey de la avenida.

Luisa y Tadeo entonces detenían su caminar y las luces dejaban de apagarse. Pero daban un par de pasos más hacia adelante y el siguiente foco en blanco moría, en medio de una danza en el viento de una parvada de mosquitos. Y cientos de hormigas marcharon sobre la piel de los dos, envueltos en un sudor helado.

Tadeo fue el primero en recomendar que apresuraran la misión. Y mientras un zapato se acercaba al frente, el otro más pequeño le seguía el rastro. Era un tic tac exacto, que perseguía al segundero en el reloj de pulsera. Uno, dos, uno dos, BAM, otro par de faroles se retiraban de su cargo. Uno, dos, uno, dos, BAM, las luces de la licorería anunciaban que esa noche no habría más de beber.

El tiempo comenzó a correr deprisa sin aviso. La pareja ya sentía la agitación próxima a la del trote, esa sensación inmediata de cuando se siente acorralado por algo que no se puede ver. Miraban de reojo al mundo a sus espaldas y las luces continuaban apagándose, hasta que no hubiera más terreno que el que acababan de pisar. Cruzaron la tercera calle y el tricolor de los semáforos cerró los ojos después de algunos parpadeos. Los espectaculares que se levantaban majestuosos entre las hendiduras de los edificios callaron todo lo que antes anunciaban. El brillo de las paradas de camión clausuraba el servicio, tal vez para siempre.

Para ese momento Tadeo y Luisa ya corrían, tomados de la mano para no perderse de repente en el ojo del huracán. Ni siquiera se habían dado cuenta de la tienda de abarrotes, pues en un segundo estaba ahí, señalándose a sí misma con el nombre de una hija, y al siguiente era cena de una oscuridad hambrienta.

Ya no sabían a donde ir, no tenían un plan B para esos casos. Intentaron despistar a la criatura sombría tomando laterales en esquinas bien iluminadas. O escondiéndose entre callejones cuyas puertas secretas vigilaban los botes de basura. Pero en cualquier situación la oscuridad estaba un paso adelante, tomando con las manos los focos indefensos y haciéndolos morir en un instante.

Al bajar de la acera, sin fijarse, Tadeo metió el pie en la boca de una cloaca mal cerrada. Fue un golpe duro, pues al levantarse con la ayuda de Luisa, se dio cuenta de que tenía el pantalón desgarrado, con una herida en blanco que poco a poco se manchaba con los puntos rojos de la sangre. La chica miró a su alrededor, buscando un buen refugio. Pero el peligro le acortaba el tiempo, y tuvieron que correr a paso corto hasta un parque perdido en la capital urbana.

Tadeo se detuvo frente a los columpios, murmurando otra vez sin respirar. Luisa no tenía manchas de agua a las cuales gritarles, y eso la llevaba a morderse el dedo índice desde su costado. Las luces seguían apagándose, por el norte y por el sur; desde las colonias más acomodadas hasta los barrios tristes donde dos lámparas por cada hogar eran considerados lujos descentralizados.

Todo comenzó a girar alrededor de la pareja. Era una vista vertiginosa de líneas blancas, amarillas y de neón que se fundían con las sombras tras una vuelta en la carrera. Luisa se abalanzó hasta el corazón bajo el abrigo de su compañero. Cerró los ojos, apretando con fuerza entre sus brazos al muchacho. Y él, que estaba a un suspiro de continuar la cátedra científica, contempló el circuito de faroles que rodeaban el parque, siendo apagados uno por uno, al azar, por el mismo resoplo del viento decembrino. Un aullar por cada vela apagada, hasta que el último, que estaba a un costado de los juegos infantiles, se sofocó como una flama sin oxígeno. Lentamente, hasta su mínima expresión.

Pasaron un par de segundos a zancadas largas. Luisa no estaba segura de si ya había abierto los ojos porque bajo sus párpados y frente a su nariz era la misma oscuridad. No sentía el toque de su compañero, por más que estirara los brazos y los hiciera bailar en el aire. Comenzó a sollozar, con las manitas frotándose las cuencas oculares y con la voz en un hilo delgado. Cayó sobre sus rodillas, sintiendo la tierra bajo sus piernas. La melodía, que había estado persiguiéndolos toda la noche, ahora era una susurrante ovación allá a lo lejos. Luisa bajó los brazos y se encontró con un charco al pie de la columna de los columpios. La sintió helada, primero en la punta de los dedos, seguido de sus nudillos morenos, hasta que al final toda la mano estuvo bajo el agua estancada.

Recorriendo ese pequeño lago se topó con un par de dedos que le avisaban a Luisa de la presencia de su compañero. La mano ajena se entrelazó con la de Luisa y un punto blanco se iluminó sobre la superficie cristalina del charco, cada vez más brillante. La figura de Tadeo apareció entre las sombras, sonriente y cansado; pero más que nada, tranquilo.

Luisa, que seguía sin contener el llanto, abrazó al muchacho de un salto. El sollozo se volvió una risita confortante y poco a poco la luz blanca despertó al mundo en una explosión de estrellas sobre sus cabezas.

Cuando los dos alzaron la vista, buscando a las luciérnagas que los habían salvado, se encontraron con un telar de pecas blancas salpicadas en el rostro oscuro de la noche. Y también las figuras de los Dioses antiguos. Y un faro rescatista que resplandecía guiando a la pareja hacía su pecho.

Entonces Tadeo levantó los brazos, con las manos extendidas. Luisa le siguió, sin dudar de las acciones de su compañero de piso.

Las hormigas bajaron de sus dedos.

La sal del rocío en sus rostros se secó con calma.

Y el frío se fue disipando, como cuando se terminaban la sopa bajo el calor del foco en casa.

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