Hace unos segundos la pequeña mariposa volaba libre
mientras habitaba con su luz todos los rincones de la casa,
ahora yace muerta en el piso atrapada en el anzuelo del silencio.
Todos podemos morir así, dejar de repente de ser para convertirnos
en sombra de amor, deseo, llanto, de pronto estar habitando el mundo de las
palabras y luego el silencio.
La mariposa con los ojos fijos refleja el rostro del rocío que ora toma la forma
de su madre, ora la forma de su padre y en el breve parpadear la forma de la última
flor que le dio su esencia.
Ya caminan las hormigas por su cuerpo rígido como soldaditos,
como centinelas de su muerte. Ya la montan en su espalda
como un ángel y es que ella cayó del cielo con despojos de seda,
con alas rojas y blancas revelando al vino y al pan del sacrificio
que alimentará a la guarida y a la reina hormiga.
Ya la llevan respetando su cuerpo fragil, su último suspiro
almacenado en sus alas cerradas.
Todos podemos morir así, sin más, mientras guardamos la última palabra
en los labios cerrados como alas, esa palabra de amor sin formas
y sin sosiego que minutos antes se sujetaba a los dientes por miedo a ver la luz.
Todos podemos morir así sin dejar herencia de nuestra voz.
Ya no está más la mariposa, sus ojos, el rastro de su vuelo sólo
son la sombra que dejó la luz.
Ahora es un verbo inscrito en el papel del suelo tan lleno de huellas
que apenas si proclaman un rostro, un paso hacia el futuro
que se desvanece en la mirada del polvo.
Ya no está y aún su fantasma en vuelo fijo ronda el rastro de su cuerpo.
Pequeña escultura de polvo que el tiempo se apresura a derrumbar.
Todos podemos irnos así, de pronto, sin tener tiempo de nada,
caer de nuestra cima de nubes, caer tan pequeños y enredados en nuestras alas
de despojos de seda y regresar al vientre de la muerte
con el último aliento amarrado al pecho, a los ojos fijos,
ora recordando al padre, ora a la madre, ora a la última flor que
nos dio su esencia.
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