Lo vi y no lo vi. Estaba y se ausentó. Cerró los ojos pero me estaba mirando. Se cayó y se fue volando. Se calló mientras gritaba a voz en cuello. No sé bien porqué me he relacionado con hombres desequilibrados siempre. Siempre. Comenzando por mi padre (ya sé que los psicólogos y las psicólogas van a decir que eso lo explica todo, cuestión que me parece simplista por más sofisticación teórica que se le añada) y terminando por Parménides.
Cuando lo conocí pensé en el filósofo, ese que era griego y que hablaba de no sé qué, pero rápidamente me contó que sus padres eran admiradores de García Saldaña, ya saben, el amigo de José Agustín y de Elenita, ese que escribió Pasto verde y que llamaba a las mujeres gordas y golfas en sus relatos, lo que es comprensible porque entonces no estaba tan de moda la perspectiva de género.
En fin, Parménides, a diferencia del otro Parménides, no tenía talento para la escritura, es más, sinceramente no poseía talento alguno: no era bueno para los deportes ni para el arte, no adivinaba ni los acertijos más sencillos, en la cama era bastante predecible, carecía por completo de sentido del humor y de ingenio debía tener gramo y medio. Sin embargo, tenía un par de ojos profundos y era muy callado, calladísimo, así que resultaba un hombre interesante. Con esa bandera navegaba por el mundo y las mujeres de atención dispersa, como yo, solían chocar con él como un pájaro con una ventana inmaculada. Ahora que lo pienso con detenimiento me doy cuenta de que el misterioso mutismo de Parménides obedecía a una ignorancia absoluta, a que vivía (acaso vive) como los animales, en un presente perpetuo.
Con todo, debo admitir que me encantó salir con él, sobre todo por la gente que lo rodeaba: hijos de las amistades de sus padres, consumidores de drogas adinerados y cultos, melómanos perfumados, conductores de coches deportivos y residentes de casas con albercas. El mundo con el que siempre soñé, pues. En ese mundo me paseaba a lado de Parménides. Con ese nombre revestido de intelectualidad, talento y rebeldía, él no necesitaba más que entornar los ojos atrás de la copa o de la cortinilla de humo y callar para que los demás lo respetaran y desearan su compañía. Con él aprendí a enmudecer poniendo gesto de mujer fatal, a mirar sin ver, o como se diga, y me divertí nadando, bebiendo, fumando, fornicando y despreciando todo secretamente. Pero llegó la tarde en la que sopló el viento de mi desgracia, así, como el tal Gabriel dijo que le pasó a la cándida.
Ese viernes descubrí que mi novio tenía en común con su tocayo nada más la-lo-cu-ra. Mientras fumábamos en su habitación se levantó de pronto y pegó la oreja a la pared murmurando que del otro lado, en el baño, había gente hablando mal de él (estábamos solos en la casa) y cuando traté de calmarlo me dio tan tremendo bofetadón que quedé sentada en el suelo chillando de dolor. No quisiera contar que entró al baño para buscar a sus enemigos y que destrozó todo, casi le faltó solamente arrancar el inodoro del suelo. Recordar que rompió las ventanas a puñetazos me causa horror, pero no tanto como pensar en las horas que pasé desnuda y atada en una silla en medio de la sala mientras me interrogaba como un policía despiadado. Peor aún fue cuando desapareció después de vendarme los ojos para dejarme a solas con el tic-tac tétrico del reloj.
Cuando llegaron sus padres el domingo en la noche, Parménides, exhausto, corrió a refugiarse en el abrazo de su mamá. Su padre me desató y me ayudó a vestirme, absolutamente conmocionado. Las lágrimas y el desconcierto de los cuatro combinaban perfectamente con el desastre que contenía la casa y que se extendía hasta el jardín para hundirse en la alberca. No he vuelto a ver a Parménides ni a sus padres. Supe que ha entrado y salido de clínicas psiquiátricas, igual que lo hizo su homónimo.
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