Avanzo un paso y ahí me quedo; el otro pie me tiene encadenada a una bola de metal, que no aparece en la tabla periódica de los elementos, tatuada a mi tobillo.
Yo sí conozco lo que se siente tener una bola encadenada al pie. Hasta mi memoria mandó hacer un sello para aplicarlo al dolor desgarrante de pasar las cadenas por mi pie, al quitármela; y para el sufrimiento desgajante, al chorrear sentimiento de culpa coagulado, al volvérmela a poner.
Pero hoy, me senté en una banqueta que encontré; cogí el artefacto filoso que compré en Mercado Libre, y después de repetir: echa lejos la tristeza; que la tristeza perdió a muchos y no hay en ella utilidad, rompí la bola. Había ahí muchas palabras simples y compuestas, todas con la goma amarillenta de la etiqueta que tenía pegada en mi ser.
Las empecé a leer, e hice muecas de sonrisa, aventé los pedazos a una bolsa reciclable, tomé un taxi para llevarlos al horno encendido las 24 horas al día en forma de corazón que está a la vuelta de mi vida y los eché ahí; me sacudí las manos, y me fui corriendo a lograr mis objetivos.
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