Para você, um mar do sul
Un mar, el mar. Amante de su diario cambiar, hijo de una extraña copulación entre el viento y la tierra en una noche de suicidas, reflejo perfecto de esa inconstancia llena de armonía. Como al mar, le temo, me acerco con respeto, avanzando despacio, bocetando cada paso, midiendo el terreno, con la certidumbre a cuestas del posible hundimiento…No existe otra forma de acercarse a él, no para mí.
Confundí inseguridad con arrogancia, creí en la soledad forzada, no en la esencia de otro andar en compañía de la nada, no dí cuenta de que ese sentimiento “extraño” manaba de la experiencia de encontrar un “otro-yo”; solo atiné a describirlo en un par de frases: “como un niño curioso, cínico, dueño de una apasionada tristeza…y con cierto toque de misoginia”; en realidad, lo enmarcaba, tratando de darle sentido a esa tormenta viajera, busqué una fórmula para asirlo; él solo sonrió, evocando un curioso agradecimiento por la descripción sin erratas, sin más.
Por fortuna, las charlas no fueron muchas. Esporádicas, errantes, profundas; cada ocasión que se dignaba el tiempo a sentarnos a conversar, él conseguía quebrarme, ahondar esa herida que me fragmenta, sin entender cómo o porqué, revelaba la frontera que soy, conseguía inclinar la balanza, pocas veces del lado correcto… Por ello, lo evitaba, trazaba mis caminos lejos de él, aun sabiendo que su presencia me era imprescindible, que su voz me diría donde tomar la tiza, cuando y hacia donde seguir trazando… No sé qué pensamientos lo animaban a seguir la misma estrategia, quizá solo lo imaginé para forzar la distancia. El capricho de la suerte regalaba instantes en el techo, en las calles alfombradas de un amarillo crujir, en las noches heladas donde el calor era fruto de la política y no del andar, en una que otra tarde de experimentos agrícolas, en el ocio del invierno.
Me sorprende que con tan poco comprendiera lo diminuto, mi inconsistencia en la imagen, que me descubriera bruja, que me confiara sus lágrimas…alguien como él jamás flaquea, duda, sí, pero no más; tal vez por eso los momentos de miradas cristalinas clavadas en las paredes me enloquecían, llenaban mi cuerpo del deseo de huir. Escuchaba sus teorías de los destinos cruzados, del tiempo en espiral, horas dedicadas a los mismos temas; ahí aprendí el placer de incendiar una manzana entera, sentí la poesía del espacio, describió los versos que los edificios componían, jamás hubiese imaginado que podrían existir poemas ahí, entre cemento, metal y vidrio…
Hasta hoy no he logrado descifrarlo, su imagen se evapora en mis manos, no alcanzo a describirlo, cuando le pienso solo llega el caos, ni siquiera en estas letras he podido dibujar algo claro; el Hikuri que fue su ojo izquierdo una mala noche, es lo que me une a él, es el depósito de lo que resulta para mí: un hoyo negro, un vacío que hechiza con la mirada, que destruye…
Sin embargo, nada impidió que su último abrazo se quedara conmigo.
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