Esa noche un gato devoraba las espinas de la luna sobre el tejado,
en su plato resonaban los restos de la madrugada que con
su lengua de aguja iba consumiendo.
Estrellas caían sobre el cemento,
cual moscas envenenadas,
retorciéndose, suplicaban un segundo más de vida
en el parpadear de tus ojos.
El frío de mis labios se columpiaba en la cola
sonámbula del gato que se movía al compás de las campanas
de una iglesia de oroa punto de desplomarse
en las lejanías de tu mirada.
Y el cielo deslizaba sus nubes que bajaban
y subían las escaleras en busca del baño
para descargar el agua de sus entrañas.
Mozart desde la habitación componía un requiem
para La Venus de Milo desplomada entre mis dedos,
y en las grietas de su cuerpo se reabrían heridas en tus manos,
se hundían en mis ojos.
Las manos se difuminaban en nuestros cuerpos
como un sueño que quería despertar,
un sueño que entre olores de recién nacidos
se moría con el humo del cigarro.
¿Cómo sabes que esto no es un sueño?
¿Cómo sabes que no son ecos los latidos de mi corazón?
Tanta música flotaba en las alfombras de mi dolor,
volando hacia los ríos de sangre que por tus labios viajaba.
Y entre tu mirada y la mía se abría un abismo,
poblado de fantasmas
que urgaba entre las ropa para disfrazarse de ti.
En el humo de mis pestañas apareció la niña de cabellos rojos,
corría a través de un bosque en busca de un lago,
al desnudarse aparecieron unas manos de aire,
acariciando su cuerpo de agua.
¿Qué hace tu corazón? Está volando en el espiral de la pipa, se incinera junto a una montaña de cigarros azules.
¡Ya no fumes ! me dijiste
y nuestras voces se soltaron las manos en el barranco,
desde la azotea, en un suspiro,
el perro lamía los huesos de la canción “Mon Dieu”
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