Descubriste nidos dentro mi cuerpo,
hallaste cantos que se escondían trémulos tras las ramas y la nieve.
Penetraste los sueños de las hojas moradas por el beso del invierno
y echaste a volar a las aves renacidas hacia los cielos,
más allá del alcance de mi piel.
Gorriones azules revolotean en el éter que emerge de tus dedos
cuando oprimes los ojos del sol en mi interior.
Liberas hacia tus cielos a las palomas de ese planeta
deshabitado por humanos, las desatas en un grito que traspasa las atmósfera de mis ojos.
Temo que mis aves extraterrestres no puedan respirar y resistir el vuelo en tu cielo,
son luces fugaces de un amanecer en lecho de muerte.
Temo que no puedan regresar a casa después de la súbita liberación,
sino que escondan sus cantos en los nidos de tu corteza hasta dar vida en tus asteroides.
Cuán profunda es la voz de tus besos que viaja a través del vacío de caña
que divide mi cuerpo, poblando con sus ecos los campos sin fin que extiende mi alma.
Desentierras nidos, cascarones caídos en la tierra, revives los huesos de los pájaros
para que arrastren sus júbilos y lamentos por la urna de tu lecho.
Escoges la noche para despertar todo este nido que estremece el aire
y la paz de las estrellas antes de transformarse en el rocío del día.
Disfrutas usar como dedos las manecillas del reloj noctámbulo,
para arrancar de sus cúpulas a las mariposas brillantes del firmamento
donde te enorgulleces por ser el hombre capaz transgredir mi espacio.
Cascarones abiertos para que las almas de mis pájaros respiren tu atmósfera.
Oh, cuántos gritos en libertad montan sus almas.
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