Los recuerdos de mi padre

Sabed que no hay nada más alto, más fuerte, más sano y más útil para la vida en el futuro que un buen recuerdo, especialmente un recuerdo de la infancia, del hogar paterno“. 

Fiódor Dostoievski

I

Los recuerdos de mi padre 

“Sabed que no hay nada más alto, más fuerte, más sano y más útil para la vida en el futuro que un buen recuerdo, especialmente un recuerdo de la infancia, del hogar paterno“. 

Fiódor Dostoievski

I

Cuánto no daría ahora por tener los recuerdos de mi padre,

los recuerdos de mi padre viéndome de niña.

Cuánto no daría por tener acceso a todas sus memorias no vistas por mí,

y que en estos días larguísimos en los que la niebla se detiene sobre el rocío de las flores,

y sepulta bajo sus capas de polvo a las palabras claras del aire y de la lluvia,

pudiera yo tener expertos alambiques a su alma de padre conectados,

a su alma de hombre que soportó todos los períodos especiales con un chiste,

con un cuento.

No es que no haya algo de valor en mis visiones tan hondamente vividas,

ni algo despreciable en ese profundo Jade que guarda mis cantos y mis risas,

y mis lágrimas en algún rincón virgen donde no existo.

No es que no pueda salir a buscar con ardor a esas palabras inventadas de antaño

que parecían tener la respuesta que hoy no tengo, o que no pueda detenerme 

frente a aquel crepúsculo eterno de los cuatro años, frente al Dios rojo de oro 

aterrizando sobre el horizonte para incendiar nuestras pupilas asombradas 

ante el temblor despavorido de la oscuridad antes de poseer el control.

No es que no pueda recorrer de nuevo aquel enfurecido río que incrustado en el corazón

del monte casi me ahoga, enseñándome el inmenso poder del agua, pero también la ciega

fascinación que provoca y que nos llevará más de una vez a zambullirnos en sus entrañas.

No es que no pueda transitar aquellas noches viajando por El Malecón de la Habana,

mientras cobijada en una máquina y envuelta entre la melancolía y la paz, 

veía a las farolas pasar veloces como si fueran pájaros incandescentes que se desvanecían 

en el ser  impenetrable de la noche.

No es que no pueda volver a escuchar la voz del mar que me conocía mucho mejor 

que mis  padres; ese mar que tenía mis expedientes, mis bitácoras pasadas de marinero, 

y me había  trazado caminos ocultos que obligatoriamente tendría que transitar; 

ese mar que  entre hostil y protector se deslizaba por mis sueños buscando argumentos 

para tentarme a construir poco a poco mi horizonte de rascacielos, de luces frías 

siempre inalcanzables.

No es que no pueda con tantos colores esparcidos aquí y allá, levantar los planos de un

retorno, un puente entre la noche y el día en base a la perseverante acción del recordarse,

pero hoy quiero los recuerdos de mi padre, sus recuerdos lúcidos y detallados como el día 

en que vimos por fuera la casa de Hemingway en Cojímar, o su yate en aquellas lagunas

próximas a la playa a la que siempre íbamos; cuando yo no sabía que Hemingway era un

señor importante que escribía grandes historias.

Con qué entusiasmo mi padre narra el momento en el que saludó a Hemingway un día

que lo vio por la Habana Vieja, o cuando le dio la mano a Ernesto Cardenal en una 

comida en Nicaragua.

Narra esas visiones como si fueran gemas que ha estado puliendo por años para mí,

desde muchos años antes de que yo naciera para un día poder decirme, _mira hija, los vi 

para  contarte a ti, mi hija escritora que ellos fueron reales, humanos, dos hombres de 

carne y hueso que escribían sobre la extraña, misterioso ente que es la vida, y olían a 

tabaco y alcohol y tenían sus pesares de hombres como tú tienes tus pesares del ser 

cuando no quieres sonreír porque te sientes demasiado lejos del mundo, 

demasiado sola o incomprendida.

Cuánto no daría en estos días de la niebla arremolinándose por toda la casa, y ocultando

mariposas que después encuentro tiesas con el deseo brillándole en los ojos, por tener los

recuerdos nítidos de mi padre; esos recuerdos sobre mí y nuestros paseos en la Lanchita 

de  Regla que en mi memoria es una débil luciérnaga, o de esos fines de semana en los 

museos y yo entrando y saliendo de los cuadros, con colores que no podían

transformar la realidad, o esas mañanas de paseos en el banquito verde de su bicicleta, 

ese banquito hecho a mi medida y que nos llevaba a las colas en la bodega o la carnicería

bajo un sol inclemente que traspasaba las piedras y el alma, desatando historias secretas 

que empañaban los ojos  de la gente; aunque siempre valía la pena la espera de esas horas 

largas porque regresábamos a casa, y nuestro sudor se traducía milagrosamente 

en olores cálidos que emergían de la cocina de mamá.

                                                               II

El problema con la niebla es que comienza a tomar la forma de las cosas, comienza por

amoldarse a los muebles, a la ropa, y sobre todo al espejo, a los caminos, y entonces lo

normal es no reconocerse, no verse las manos, no ver el lugar exacto que ocupan las 

cosas en el mundo, es ya no saber medir el peso del alma, la gravedad de uno en las 

cosas.

La niebla abre sus pozos en las pupilas y va apilando sus capas de seda engañosa que

invierten los sentidos de la esencia; las migajas, el hambre, el desamor pasan a ser el 

jardín que con celo defendemos y cuidamos mientras vemos con desconfianza los rayos 

de la felicidad, que de pronto las nuevas palabras nos ofrecen.

Queremos seguir aferrados al discurso de la niebla, a sus palabras tan bien gastadas y

conocidas que seguimos doblando, y perfumando como pañuelos viejos de alguna boda,

de algún rito, a esas miradas que ya no nos miran, a los gestos vacíos sin sangre ni 

huesos, a ese latido involuntario que no tiene ni alegría ni tristeza, 

sino que es una alarma programada, una sucesión de impulsos químicos.

            Entonces se hace necesario que algo antiguo nos salve, un recuerdo puro como el de ese

sol de atardecer de los cinco años que se ocultaba detrás de las sábanas y los tendederos

de mi primera casa en el solar de Laguna.

Ese sol que mecía las ropas con una brisa suave de ángel juguetón del ocaso,

 que se escurría por las rejas de las ventanas avisando que  él se quedaría con nosotros 

durante la noche, la larga noche en la que yo dormía en medio de mis padres sin presentir 

que algún día tendría una cama más grande y más cómoda que esa, en la que dormiría 

sola, desprotegida, tejiendo sueños y pensamientos sombríos, mientras el sol allá lejos se 

demora en el este.

Entonces se hace necesario ver con los ojos de mi padre, esos momentos en los que antes

de dormir me hacía cosquillas en los pies con sus bigotes, y yo reía, reía muchísimo 

porque la vida no podía ser otra cosa sino vida llena de luz que se transformaba en leche 

que me arrullaba, o en diminutas mariposas que me escoltaban hasta el sueño cuando 

cerraba los ojos después de haber jugado con el bombillo a mirarnos fijamente; 

los ojos de mi padre cuando se cerraban después de contarme un cuento y yo le acariciaba 

con mis deditos sus cejas, y arrullaba su cansancio de hombre habitante de una dictadura, 

de hombre que ha visto a su país caerse a pedazos, pero decide ver la vida desde cierta 

altura, la altura de la risa.

Entonces se hace necesario volver a Cojímar, transitar el mismo camino cuantas veces 

sea necesario bajo el sol inconmovible que hería a los hibiscos haciendo sangrar 

a sus rojos corazones sobre el sendero, y pensar en el Hemingway que nunca vi pero me 

contó mi padre, en el olor a pesca, a mar, a vida y a muerte.

Quizás deba de nuevo internarme en la mar con Santiago, y en esa larga noche cerrar los

ojos, pensar en la voz de mi padre recorriendo el horizonte, intentar mirar mi risa con sus

ojos pícaros, esperar en el silencio y en el salobre frío a que también aparezcan los

recuerdos de mi madre, ese momento épico para ella en el que me vio nacer y fui su 

eterna felicidad, ese momento en el que vio mis ojos por primera vez e imprimió en ellos 

todo su  amor, haciéndolos grandes y azules para que en ellos pudiera caber toda su 

grandeza y sus ansias de vuelo.

Ese momento que no puedo recordar sino a través de los ojos de mis padres cuando 

levanté mi cabeza en el cunero para meter y sacar el chupete con miel de mi boca, con la 

sola fuerza de mi dedito meñique, y fui la sensación de la sala, y mi padre al verme 

reconoció que era yo quién buscaba entre tantas cabecitas.

Sí, es ahora cuando debo dejar de pensar en quién soy yo para mí, para pensar en quién 

soy para ellos, e internarme en la mar con Santiago, con su discurso solitario, con la 

fuerza salvaje del océano.

Y quizás mañana regrese de Cojímar con la pesca fallida y en harapos,

pero con la ardiente convicción de que enfrenté a la vida y peleé con ella 

con la dos manos.

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