Lourdes insiste que lo mío es locura acumulada. Demasiado tiempo recostado en el buró y demasiada cafeína. Que se yo. Por un momento pensé que cuando fuera a decírselo hasta lo vería con gracia y con un poco de satisfacción. Como de pensar “Anda, si ya me lo imaginaba. Pero eres un cachorro, chico. Uno apenas”. Pero no.
Debo suponer que es una reacción natural. No muchos novietes aparecen de repente con la novedad de que son un perro. O quizás si lo han hecho, pero de formas menos darwinistas. Con menos de Kafka y más de Cortázar. De París, de ciudad de luces, de te amo pero olvídame. Esos perros aburridos y que se complican las orejas porque no hay nada más agradable que ser un perro.
Y sin embargo ahora pienso que le he pegado un susto y me da remordimiento. Lo sé porque he chillado un poco con el hocico apretado, las orejas caídas y los ojos abiertos. Con la cola quieta, e inclinando la cabeza. Lourdes lo ha notado, y me ha dado un beso en la frente enseguida. Por suerte no soy de los que sueltan mucho pelo. Sería vergonzoso un beso revestido.
Pero es que aun no me acostumbro. Y eso que tengo de perro lo que tengo de Samuel. Tres años caninos y veintiuno acumulados. De esos que ni se sienten, que pasan tan rápido que se le olvida a uno que es un perro y que todo tiene su chiste.
Me pregunto si al final Lourdes ya tenía esa idea en la cabeza. Porque su reacción, a final de cuentas, ha sido distinta al del resto del mundo que dice que no soy un perro. Que eso es ingrato, bajo, ruin y que debo ver a un loquero.
Tal vez lo haga. Ya hay loqueros para todo, hasta para perros.
Pero no lo veo de esa forma. Tener la sangre canina es más bien un privilegio que se da y ya. Que si, pude haber sido golondrina o lagartija, pero a mí me gustaba más ser un perro. Apachurrado en una caja de cartón con las masas de pelos alrededor tratando de llamar la atención de la gente.
A mí no me gustaba para nada eso. Ni siendo un perro.
Me gustaba mi esquina de la caja porque era mi esquina y ya llevaba tiempo acicalándola. Razón obvia por la que al final había terminado entre los cartones de leche y un hueso de pollo con la mitad de volumen aun intacto. Que se le va a hacer.
Pero Lourdes me ve con ternura. Sigo tomándome un café y haciendo todas las cosas que Samuel hace. Me baño, me arreglo, me fumo un cigarrillo y camino por la plazuela donde las palomas se reúnen para almorzar. Pero no se me da perseguir palomas. Alguna vez lo hice pero con una cocotita y nunca pude alcanzarla. Así que me rendí en eso de perseguir aves.
“Entonces si eres un perro, ¿Porque no persigues palomas? O ahora me dirás que no eres ya más un perro, eres lombriz. Con temor a ser alimento de palomas” Pero no es Lourdes la que me replica. Es más bien el viejo de la tienda que me mira un poco cansado. Al que creo que si lo he ofendido. Pobre, y es que quiere tanto a los perros.
Pero si hago cosas caninas. Por supuesto. Mover la cola es un arte que he ido perfeccionado con el tiempo. Ladrar no se me da, y perseguir palomas me parece obsoleto. De vez en cuando persigo gatos, pero a esos si les tengo miedo. No como a las palomas.
Arañan, sigilan y chillan. Y no del modo en que lo vemos los perros. Estos chillan con coraje. Debe ser porque también quisieran ser como yo. Samuel el perro. Samuel el tipo este que sale, se fuma un cigarrillo y camina por la plazuela.
Y cuando no salgo por la plazuela me quedo en casa. Soy más bien del tipo tranquilo. De esos que dormitan con los sentidos agudos sobre la cama y bien enroscados. De los que pueden hasta sentir una mosca deteniéndose entre los pelos y sueltan una mordida leve para no despertarse a sí mismos.
Entonces llega Lourdes del supermercado y lo sé desde que vienen unas cuadras detrás de la fachada. Las orejas se levantan y miro a la puerta como si esta fuera el marco que va a encuadrar una fotografía. Pero la impaciencia me gana y salgo al trote de olfatear por debajo del portón con un respirar profundo.
Lourdes entra y hay fiesta.
Y no hay nada de raro en esto. Lo hago tanto como en Samuel el can como en Samuel el tipo de los cigarros, las plazuelas y el café de la mañana. Lo hago tanto como antes de decirle a Lourdes que yo soy un perro; como después, cuando se resigna a mi insistencia terca de niño-cachorro de que si, efectivamente ando con la cola dando ritmos de metrónomo.
Como cuando se lo dije y me dio un beso en la frente. Sin los pelos, claro está.
Pero soy un perro muy sencillo. Acostumbrado a la plazuela y que puede ir y venir sin correa o collarín. De esos que saben agradecer cuando una muchacha tan bonita a mirado entre los arbustos y a encontrado a un cachorrillo que se pelea con un hueso de pollo de mucho volumen.
“No me tardo, vuelvo enseguida” dice ella de repente dos años de perro después. Cuando me quedo quietecito mirando a la gente pasar, a los niños sonriéndome y a los adultos quejándose del mal clima. Que ha llovido mas esta temporada, que el reloj se ha descompuesto y el tráfico: terrible. Cuanta obsesión innecesaria cuando se puede ser un perro. Atento y preguntándose si esa que viene dando la vuelta a de ser Lourdes. Muevo la cola. Otra vez metrónomo y no ha sido ella. No es Lourdes. Se detiene el metrónomo.
Así pueden ser cinco veces consecutivas hasta que al final Lourdes se perfila detrás de la esquina caminando a paso veloz. Samuel el de los cigarrillos sonríe (porque los perros no podemos sonreír) y saluda con el habitual “Hola chica ¿Cómo va la tarde?”
¿Bajo? ¿Ruin? ¿Patético? ¿Improvisado y un poco desestimado de uno mismo? Para nada. Ser un perro es un privilegio de andar y andar con un paso amortiguado. De aprovechar el alimento que proporciona el carnicero, de esos pocos que si les gustan los perros y los Samuel que piden el cuarto de kilo porque esta noche hay luna llena y aullar sí que se me da.
Con gusto, con gracia y mucho orgullo.
Algunas veces escucho, cuando leo el periódico y lo digiero sin el literalmente, la opinión de las de la banca de al lado. Esas señoras aburridas que piensan en mí como un perro amaestrado, de casa y sin libertad de aullar a la luna si se me da la gana.
Lo sé porque levanto una oreja aunque la tenga larga y haya un poco de eco con el dobles.
Pero da igual. Lourdes no piensa en mí como un perro. Piensa en mí como Samuel el de la plazuela que no le teme a las palomas y que es más el noviete y el humano, que el perro.
Y es mejor así porque perro puedo ser toda la vida. Pero Samuel solo cuando estoy con Lourdes.
Cuando me besa la frente y sonrío. Porque sonreír es algo que no pueden hacer los perros. Solamente los Samuel que tienen alma de caninos.
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