Crecen sus raíces en los huesos de los difuntos,
y entrañando entre cenizas esparcen el polvo de sus pétalos
en las sombras del corazón que habitaba esos cuerpos.
Levantan sus corolas para aspirar la luz entrecortada
que se disgrega por las tumbas y cuando la tormenta libera sus semillas ellas beben agua de entrañas.
Las flores del cementerio nacen con una cruz en el tallo,
sus pétalos son mortajas y sus espinas están manchadas con la sangre de las aves.
Sus encantos están hechos para calmar el dolor que se anida en las cuencas vacías
y sus colores para alumbrar la oscuridad de los sepulcros.
Cementerios, ciudades abandonadas de límpidas calles
y casas en las que ellas son sus únicos habitantes,
cuando del silencio rompen las máscaras
con el lamento de los muertos que tras sus pétalos se esconden.
Se alimentan de los restos de rocío de las pieles ya casi secas
y cuando el invierno a los campos captura,
el último aroma de vida de los difuntos se engancha en ellas como un abrigo.
Su bellezas se estampan en la nieve de la luna
y la niebla del astro protector de los difuntos
envuelven y hunden sus corolas en el sueño de los valles sepultados,
lejos del reino del sol y del coro de los girasoles,
lejos del desfile de las rosas en el que los ecos de los difuntos se confunden con las voces de los vivos.
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