-Ya verá ¡Ya verá!- dijo Cristian mientras se apuntaba el cañón de la pistola sobre la sien derecha. No tenía ninguna duda sobre el hecho de terminar con su vida. No había miedo, ni tristeza… solo una profunda y miserable ira ridícula que le hacía rechinar los dientes mientras encontraba el lugar idóneo para el acto. Debía ser perfecto.
Cuando por fin se acomodó, decidido en que debía ser un lugar bastante céntrico, se secó la frente con la manga de la camisa y, soltando un montón de ofensas contra el mundo, jaló del gatillo. El zumbido del arma disparada muy cerca de su oreja nunca desapareció, por lo que creyó con bastante desesperación que su plan había fracasado.
-¡Mierda! ¿Qué tiene que hacer uno aquí para morirse?- pensó, tomando la decisión de intentarlo una vez más.
Sin embargo, cuando quiso levantarse no pudo. Trató, sin éxito, de mover el cuello para ver que estaba sucediendo con aquellas piernas suyas que no le respondían pero estaba también inmovilizado por este. Tenía los ojos inyectados en la puerta del despacho, tal vez un poco ladeado. Fue entonces que se dio cuenta de que ya no sentía frío, ni calor, solo ese molesto zumbido atravesando su cabeza. Orgulloso, se aplaudió (mentalmente) el éxito esperado. Había muerto.
-Bien, bien, así está mucho mejor.
El plan de Cristian era esperar. Tenía ahora todo el tiempo del mundo y quería disfrutar, realmente, del espectáculo de ver a su padre entrando al despacho y mirar horrorizado el cuerpo inerte de su único hijo, con los sesos adornando la pintura a su izquierda. Si, ese era el lugar perfecto para el climax de la historia, sobre el gran sillón del jefe. Aquel trono que imponente descansaba por detrás del escritorio.
No había nada más delicioso que su sangre salpicada entre las fotografías familiares, los papeles sin firmar y el detallado de caoba. Era la manera perfecta de arruinarle la noche a su padre, de que todo se fuera al demonio. Era la manera perfecta de demostrarle que él, su único hijo, era quien debía tener razón y nadie más.
Cristian tenía el tiempo medido, pero tenía todo el tiempo del mundo.
-Seguramente escuchó el disparo- pensó- Después de eso vendrá con varios de sus hombres a la puerta del despacho.
Su padre creerá que tiene las llaves, pero no se ha dado cuenta de que Cristian se las ha robado hace unas horas apenas. Todo esto para que el encuentro fuera más dramático. En cuanto se dé cuenta de ello, hará que tiren de la puerta, solo para encontrarse con aquel grotesco espectáculo.
-¡Nunca más se burlará de mi!
No obstante, pasados unos minutos, supuso que algo iba mal. Sabía que su padre estaba abajo, atendiendo a los invitados, ¿porque no había escuchado el disparo? ¡¿Porque demonios no venía a ver qué sucedía?! Se dio cuenta de que el suelo vibraba con un ritmo curioso. Aunque no podía escuchar, a causa del maldito zumbido, llegó a la conclusión de que habían puesto música bastante alta y eso había frustrado el plan inicial.
-¡Con un demonio! Bueno, bueno, no importa. Tarde o temprano deberá subir a su despacho. Esta es su oficina, de nadie más. Y después, me verá entre las sombras ¡Será grandioso!
Siguió animándose un buen rato, pero las horas pasaban y no había señal de que alguien llegara a encontrarse con su cuerpo. Las vibraciones terminaron y las luces, poco a poco, fueron apagándose, dejando a Cristian sumido en las tinieblas.
-¿Porque carajos no dejé encendida la luz?
Una sombra interrumpió el reproche personal del muchacho. La figura de un hombre se dibujó entre la ventanilla distorsionada de la puerta. La puerta que daba al despacho consistía en un marco de madera y una pequeña ventana de vidrio que distorsionaba la imagen. Cristian siempre pensó que esto era una estupidez… y más ahora.
-¡Debe ser él! Dios, se tomó toda la noche el muy imbécil, pero me muero de ganas de verlo romperse en lágrimas por la muerte de su pequeño heredero…
La sombra siguió de pie sobre la puerta y Cristian notó como el picaporte giraba lentamente. Se sentía entusiasmado, pero el encanto le duró muy poco, porque un nuevo retumbe en el suelo le indicaba a Cristian que aquella persona se había desmayado. -¡No! ¡Idiota! Debías desmayarte cuando entraras y me vieras, ¡no antes!
Sin poder escuchar lo que pasaba a su alrededor, Cristian solo pudo deducir que su padre había sufrido un paro cardiaco por todas las luces rojas y azules que giraban alrededor del despacho. Todas estas entrando desde el gran ventanal que le daba la espalda. Las luces desaparecieron después de un rato y la casa se quedó hundida en una profunda oscuridad. El plan había fracasado.
Pasados unos meses, Cristian había perdido toda esperanza de que su padre encontrara su cadáver e incluso había pensado que este había muerto durante aquel episodio cardiaco. Nadie fue a la casa en todo ese tiempo y la peste se había vuelto insoportable. La rabia mantenía a Cristian mirando a la puertita que se alejaba cada vez más de su plan perfecto.
-Ya no importa- pensó al final, cediendo a la resignación. -Sólo quiero que me encuentren y que me den la debida sepultura. Sólo quiero tener el honor de descansar bajo la tierra, cerca de los hombres que me antecedieron.
Pero nadie se acercaba a la perfecta burguesía.
Una noche, mucho tiempo después, Cristian se dio cuenta de que las vibraciones habían regresado. Siempre presagiaban malas noticias y esta vez no era la excepción. Pensó que era un sismo, o tal vez un terremoto, pero otra vez tenía un ritmo repetitivo que le hacía pensar música estridente y juvenil. Alguien había entrado y festejaba debajo de su putrefacto cadáver. El enorme ventanal que se situaba detrás de él se reventó en mil pedazos y una lluvia de vidrios cayó sobre Cristian. Parecía que estaban arrojando ladrillos a la casa.
-¡Maldita sea! Gusanos de clase baja ¿que no ven que esta es propiedad privada? ¡Revoltosos! ¡Irrespetuosos! ¡Ignorantes!
La música continuó por muchas horas hasta que finalmente cedió. Cristian pensó aliviado en que estarían desalojando la casa en estos momentos, pero una luz al otro lado de la ventanilla de la puerta le dio curiosidad. Poco a poco se dio cuenta de que aquella luz rojiza no era otra cosa que el fuego consumiendo los cimientos del lugar que alguna vez llamó hogar. El humo se metió a la habitación y las llamas alcanzaron las paredes del despacho. Alguien seguramente había iniciado el fuego en medio de todo el caos festivo de la noche.
-Ningún momento en paz, no me dejan ningún momento en paz- pensó Cristian mientras las tablas caían y el techo empezaba a desmoronarse. La ventanilla de la puerta se quebró y se podía ver el fuego levantarse al margen de la puerta. Las luces de patrullas, ambulancias y bomberos iluminaron un poco el despacho. Cristian siguió sentado sobre aquel inmenso trono por unas horas más, pensando muy molesto en como el plan había fracasado tanto, hasta que un montón de escombros ardientes cayeron sobre su cabeza y lo sepultaron bajo una pila de cenizas. Cenizas que serían de él y de la casa donde creció, hace mucho tiempo ya.
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