En los confines del universo vivía una estrella azul cuyas riquezas sobrepasaban todas las de sus congéneres. Ella siempre renacía de sus cenizas como el gran ave fénix y sabía enfrentarse a numerosos peligros. A veces, luchaba durante milenios para sobrevivir a las catástrofes interestelares, siempre se esforzaba en subsistir. Hasta que un día la estrella encontró el equilibrio perfecto y una serenidad sin igual. Sin embargo la soledad le pesaba. Así que para entretenerse, decidió modelar seres para observar de lejos su evolución.
Al principio, fue divertido pero después de un tiempo, este jueguito empezó a aburrir a la estrella. El ciclo de la vida seguía tranquilamente su curso y a pesar de su belleza, la insatisfecha reina madre ya no sentía gran interés. Fue en aquella época que le vino una idea genial: ¿Por qué no crear una especie inteligente e imprevisible a la vez? Tales criaturas tendrán la facultad de imaginar y de tener esperanzas, de sueño y de fantasía, de capricho y de lujuria.
Curiosamente, esos seres nacieron deformes y muy frágiles. De hecho, muchos de ellos murieron. En cuanto a los demás, tenían que sobrevivir en un ámbito hostil. Como de costumbre, en las madrugadas, la estrella estaba muy contenta y en el atardecer, muy aburrida. Ya quedándose sin tanto ánimo, decidió descansar un rato y ya no preocuparse de detalles tan insignificantes para ella.
Y mientras dormía la estrella, las criaturas desarrollaban sus habilidades como nunca. Debían aprender rápidamente y su evolución dio un enorme paso de gigante en menos de diez milenios, es decir nada a escala del universo. Pero los sujetos se aprovechaban demasiado de los recursos que les ofrecía la reina madre. Y cuando ella despertó, sintió un cansancio tremendo y aún tenía que volver a luchar con todas sus fuerzas para mantenerse en vida. Lo que originalmente fue una simple distracción se convirtió rápidamente en un odio intenso. La estrella decidió entonces erradicar a su propia creación y dispuso de todo a su alcance para lograrlo: terremotos, tsunamis, erupciones volcánicas… Mientras la muerte prevalecía, nada más tenía importancia.
Hasta que un día, la estrella asistió a una escena que le marcó para siempre: Después de una catástrofe con gran repercusión, ella prestó mayor atención a las consecuencias de sus actos. Las criaturas olvidaban su avaricia y se ayudaban como podían. Estaban dispuestas a sacrificarse para salvar a sus parientes. El amor y la compasión reinaban magistralmente al lado del espanto y de la muerte. La estrella se dio cuenta de que todos los seres que la poblaban mostraban una fuerza increíblemente valiosa y a la vez aceptaban su terrible destino con filosofía. La reina madre se arrepintió. Se puso a llorar todas las lágrimas de su cuerpo estelar y bañó de una lluvia salvadora sus desiertos dolidos.
Fue así como la furia elemental desapareció para siempre de la superficie de la estrella. Ella se decía que después de todo, del caos nace la vida y del abismo surge el amor. Valía la pena luchar. Las leyes del universo son complejas y paradoxales así como las criaturas que forman parte de él. La estrella simplemente había dado luz a seres semejantes a ella. Y para guiarlos a todos hacia el camino que ella había logrado alcanzar, les fomentó su deseo más sincero: en un mundo enfermo no hay nada más bello que descubrir los resplandores de las almas y convertir los precipicios amargos en un firmamento de harmonías musicales.
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