La llave ha pasado mucho tiempo sobre la mesa, tal vez años o un siglo, ya no puede acordarse cuanto ha pasado desde que sintió el último roce de una mano. Puede que se hayan mudado los dueños de la casa que solía abrir o que la hayan sustituido por otra más grande y más fuerte; eso piensa, se pregunta en el silencio de la casa, en el sigilo de las puertas, en las manos de la luna que sondean su cuerpo plateado, en las caricias del sol que la hacen brillar como el único objeto vivo de la casa. Nada puede ver a su alrededor puesto que yace tumbada sobre su cuna, rodeada de flores de hilo, de frutas de encaje, de hilos de sangre. Su único ojo solo puede ver un candado que permanece inerte en la puerta de aquel recinto. El candado es grande, cobrizo y robusto; respira polvo y exhala humo viejo de sus pulmones, tampoco el recuerda cual fue la última vez que una llave rozo su piel, cuando sitió el último beso que le dieron aquellos dientes metálicos que lo visitaban y abrían hacia un canal de luz; su mente, su corazón están llenos de telarañas y a veces siente las cosquillas de algún insecto que lo toma por cama. La llave lo observa y él la observa a ella. Ambos se preguntan si el otro vive, los dos quisieran gritar, destruir las puertas del silencio, al tiempo infinito que acaricia las paredes y las losas. Los dos se lanzan cuerdas de miradas sin poderlas transitar, él está cerrado y ella ha perdido las piernas. La llave medita, llega a la conclusión que su única salida es el candado, que si logra introducirse y traspasar su cuerpo de túneles encontrará la libertad. Hay tanto misterio en ese ser metálico que seduce su sola pupila, no importa que vengan del mismo metal, son diferentes, ella abre y cierra el mundo, él se cierra o se abre al mundo. El candado reflexiona, llega a la verdad de que su liberación depende del misterioso ser que resplandece a unos pasos, si tan solo ella, la casa, alguien afuera escuchara los gritos que esconde en sus cavidades, todos los secretos que tiene encerrados en su alma que ni él sabe cómo abrir. Llegan los días al cenit, las noches palidecen, mueren y renacen en su corazón de cerrojos, tanto candado como llave imaginan, sueñan. Ella visualiza lo que podría haber tras la puerta, ¿qué tal si le espera un cuarto bañado de rosas disecadas por las estaciones? ¿O una sala antigua con un senil piano que dormido y mientras sueña toca melodías, con cuadros afligidos que extrañan sus reflejos y un espejo con velo que solo muestra la punta de sus ojos con filosas pestañas? A veces el día le trae destellos de una luz desde el umbral, vaticinando las calles, el desfile de rostros, el murmullo del viento contando historias, la diversidad de la vida fusionándose en un solo tono, en una sola textura y la llave desea tener pies o alas para sumergirse en el ojo del candado, sacarle una lágrima, traspasar el fierro y fundirse con el sudor de las manos, en las sábanas de los bolsillos, traspasar muchas puertas, hasta encontrar la puerta del cielo; la llave no quiere morir sola, no quiere ponerse vieja bajo sábanas de polvo. Mientras, él se pregunta ¿ya estaré muerto? ¿Por qué no puedo ver lo que cargo a mis espaldas? Siempre ha sostenido al mundo pero jamás lo ha visto, al menos las llaves han visto y sentido a la humanidad; aun así, él desea tanto alojar los labios de alguna de ellas en su caparazón de hierro y romperse, abrirse en mil pedazos si es necesario, ya no aguanta más ese dolor enterrado que no lo deja sentir el aire. Si tan solo alguien rompiera la puerta o le salieran pies o alas para volar hasta la llave y despertarla de ese sueño profundo que habita en la casa, que todo lo conserva inmóvil, congelado. Alguna vez el candado lanzo un sollozo que la llave respondió, desde ese día se hablan en un lenguaje de ecos mientras el reloj se ríe de ellos y los contempla desde el cristal de su ventana circular, lanzando el veredicto de que algo se encarroña en el silencio y la puerta ya nadie la abrirá.
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