Pasaron siete meses para que el enorme agujero dejara de crecer. La herida en la tierra afectó tierras, ganado y la mente de los habitantes de la pequeña aldea de Sahan.
El abismo se situó justo al centro del valle y se rodeaba constantemente de los ojos curiosos, temerosos y perturbados del público en general, así como de una turbia neblina que no dejaba ver más allá de algunos metros de distancia de donde terminaba la aldea. Y a pesar del evidente olor a muerte que emanaba desde las entrañas de la tierra y que viajaban por el aire destruyendo cosechas y animales por igual, nadie quiso aceptar en un principio la conexión de ambos fenómenos hasta mucho tiempo después. Cuando ya era muy tarde.
Fue así que la aldea de Sahan perdió conexión con el mundo. Y aunque hombres y mujeres trataron de huir de tan desagradable maldición enfrentándose a la espesura del humo blanco que envolvía el valle, todos ellos terminaban de nuevo en la aldea, sin saber cómo ni porqué.
Lo único que parecía servir para algo era salir de la humilde comunidad, libres de la idea de la huída. Aquellos que se aventuraran en el bosque cercano o al lago que descansaba al pie de las montañas buscando provisiones para su familia les era permitido volver. El agujero no era misericordioso, solo disfrutaba ver a todos morir lentamente, sufrir por la comida, estrujando poco a poco el ánimo de los aldeanos.
Muchos otros intentaron quitarse la vida. Se perdió la cuenta de todos los saltos en el abismo o las cuerdas alrededor del cuello. En toda ocasión pasaba algo que impedía el libre albedrío, ya sea un obstáculo en el camino, un grito desesperado de piedad o una soga que se reventaba a la mitad del suceso. De cualquier forma, morir se encontraba dentro de los términos del abismo y la gente tuvo que aceptarlo.
Con diez años en la cuenta las ideas se fueron apagando. Fatalistas, una gran mayoría decidió al final abolir la procreación, para así terminar con el problema en rendición cabizbaja. Pero, como en todos los casos anteriores, eso no iba a ocurrir. La gente empezó a consumirse en deseo y rebajados al más puro instinto animal, los hombres y mujeres de la aldea se dejaron llevar de cuando en cuando a violentos frenesís sexuales que culminaban con el nacimiento de nuevas generaciones.
Sahan se convertiría así en el punto más borroso en cualquier mapa. El punto ciego para los cartógrafos y aficionados al globo. La aldea que no debía ser mencionada en ningún lado.
Un tormento eterno para las catorce familias que habitaban ese suelo tan gris.
Sin embargo, hubo una mujer que nunca se rindió. Su nombre se perdió tras cantidad absurda de años que transcurrieron antes de que Tabatha naciera. La familia, de cuya historia comenzó todo el ritual del descenso la nombraron: La doncella roja; y es que su cabello parecía encendido aún después tanto tiempo sufriendo la maldición del abismo.
Según contaba la leyenda, que debía ser contada generación tras generación por la matriarca de dicha familia, la doncella era una mujer de inimagible belleza, tremenda fuerza e intelecto sin igual. Con un esposo que había muerto antes de los acontecimientos del agujero, la mujer se las había arreglado para llevar adelante a sus dos hijos, cuidando cada aspecto de su formación.
Cuando la mayoría de las mujeres evitaban seguir al grupo que se dedicaba a traer provisiones para la aldea, la doncella escarlata hacía a veces de cabecilla principal guiando al pequeño grupo a través del camino que daba a las fuentes principales de alimento.
La mayoría de las ideas propuestas en la junta de la aldea para romper con la maldición habían sido suyas y tenía el respeto de todos. Por ello, cuando todos habían perdido la esperanza, fue ella y solo ella quién propuso lo más demente hasta el momento.
Enfrentarse a las fauces siniestras que se perdían bajo sus pies.
Como era obvio, el resto de la junta fue absoluta con su negación; y aún si ella hubiese solicitado un grupo de personas que la acompañaran, habría sido inútil. Ninguno estaba dispuesto a ello, ni siquiera si con sus muertes pudieran encontrar finalmente la paz. Preferían la desgracia al desconocimiento del desconocimiento.
Furiosa con las otras familias, la doncella roja estaba segura de que la única respuesta debía descansar al final de ese camino rocoso, aunque no tenía idea de que tan largo podría ser el trayecto. Observando a sus hijos dormir una de esas noches, su voluntad fue más grande que su temor, y al día siguiente hizo los preparativos. Iba a hacerlo.
El herrero le facilitó espada y escudo, así como algo de protección para cualquier adversidad que se le presentara. El hombre no se atrevió a contradecirla y, según les contó a los hijos de la doncella, mientras salía por la puerta con armadura y armamento puesto, pudo ver como el rojo de su cabello brillaba con más fulgor que antes.
La mujer se despidió de sus hijos, dos jovencitos que sabía podrían cuidarse por sí solos, y besando sus frentes se encaminó a la entrada del agujero. El pueblo entero estaba ahí, pero al mismo tiempo intentaban no hacer contacto visual, escondiéndose detrás de una muy fingida rutina diaria. La vergüenza apestaba más que el tufo de muerte.
La doncella encendió una antorcha y la dejó caer por el abismo. Fue un largo trayecto, pero el golpe seco y la luz al final del camino indicaba la cantidad de soga que necesitaría para descender; así como también un nuevo camino que nacía del fondo, unos grados más inclinados hacia lo desconocido. Se amarró entonces la soga a la cintura y ató el otro extremo a una columna gruesa que era parte de una ruina del viejo Sahan.
Observó entonces a todos a su alrededor. Su mirada hizo ruido dentro de cada corazón de los presentes. La fría despedida duró muy poco, pues inició el descenso adentrándose en la bestia, pero nadie pudo olvidarla. Sería la última vez que la aldea sentiría el calor de sus pies iluminando el camino en la neblina.
Como las horas y los días transcurrieron sin algún cambio visible, los rumores corrieron de boca en boca hablando del fracaso de la doncella roja y la estupidez de tal atrevimiento. Los hijos de la gran guerrera crecieron durante unos años más escuchando tanta falta de respeto, pero guardando silencio como su madre les había indicado. Sin embargo, cuando las noches no era tan frías como para deambular entre las casas, los dos jovencitos iban hasta el abismo y arrojaban flores al punto ciego. Se sentaban un largo rato, observando la cuerda por donde su madre había bajado y hablaban con la sombra de su recuerdo entre divertidas anécdotas y huecos sollozos.
Esas visitas nunca cesaron, ni siquiera cuando llegaron a sus treinta y, bien decían ellos al abismo, de tal forma que ella estaría orgullosa de ambos. El mayor, que había aprendido del viejo amigo de su madre el arte de la herrería, se había hecho de esposa y esperaban al o la primogénita; mientras tanto, el menor fue un sagaz pescador que llenaba de alegría al grupo que lideraba con historias fantásticas durante el transcurso al lago y de regreso. Fueron un rayo de luz para la nueva y vieja generación; y muchos llegaron hasta llorando a sus pies para que los perdonaran por hablar equívocamente de su madre. Pero cada vez que eso sucedía, el peso del recuerdo los atormentaba hasta el punto de las lágrimas. Añoraban ese beso en la frente con el que la doncella roja les daba el largo adiós.
Al menor, sobretodo, le había afectado de tal forma que, durante una de esas noches en que se reunía con su hermano para hablar con su madre, decidió seguirla en el camino bajo tierra. El mayor intentó persuadirlo, incluso se ofreció también para esa tarea, pues la idea le rondó por la cabeza más de una vez, pero su hermano, con una gran sonrisa en su rostro negó con la cabeza.
-Mi sobrino no va a crecer sin padre, no como lo hicimos nosotros. Tú tienes una responsabilidad y debes velar por tu familia. Mamá jamás lo hubiera permitido.
Y colocando su brazo sobre el hombro de su hermano mayor la decisión se tomó.
Como siguiendo los pasos de su madre, el menor de los hijos se preparó al día siguente, pero hubo un cambio en los hechos que precedieron el evento anterior. Los aldeanos se aseguraron de que no le faltara nada para su viaje. Le prepararon alimento y agua, lo llenaron de elogios y abrazos; y muchos se apuntaron para seguirlo camino abajo. Pero él, notando la garganta que burbujeaba bajo el mentón de sus compañeros, los tranquilizó diciendo que debían cuidar la aldea, tanto por si tenía éxito como si no.
Su hermano le entregó una armadura de impresionante calidad y una espada que hería solo con verla. Lo abrazó por un largo rato hasta que fue tiempo de descender. El vitoreo fue abrumador y, mientras bajaba, no pudo evitar notar que el mundo que dejaba tal vez era un poco mejor que el que existió el día anterior.
Entonces siguió bajando hasta que Sahan no fue más que un punto brillante muy a lo alto de su cabeza, que se apagaba poco a poco. Al punto en que no fue más que un recuerdo, como el de su madre.
Lo primero que hizo con los pies en el suelo fue encender la antorcha que llevaba consigo. Sólo había un camino y este era recto, aunque no iba sobre el mismo nivel, sino que seguía bajando sutilmente hasta el punto en que el hijo menor no podía distinguir en equilibrio.
Las paredes cavernosas parecían construidas y no provocadas por la coincidencia. No había indicio de que el más fuerte de los terremotos pudiera derrumbarla, lo que hacía sudar frío al hijo menor, pues significaba que algo efectivamente sucedía en ese oscuro calabozo. Se sentía atrapado en una trampa para ratas, de las que guían a la criatura por un inmenso laberinto hasta la evidente muerte.
El silencio era inquietante. Cada paso resonaba en el túnel y la tierra removida se le clavaba en los oídos cada metro adelante. Era difícil moverse sin pensar en el fantasma del peligro. Aún si nada había allá abajo el presentimiento respiraba muy cerca del cuello.
El oxígeno no faltaba, pero si que escaseaba. Aunado a eso si la aldea apestaba a muerte el camino a seguir era peor. Sus ojos se apagaban con las horas y aún si agradecía el cargamento a cuestas la verdad era que todo ese peso lo agotaba aún más. No ayudó tampoco el hecho de que el sendero, después de mucho caminar y de perder rastro del tiempo, se presentó en tres caminos diferentes y nada indicaba que hubiera una decisión correcta. O una incorrecta.
Cuando estaba a punto de sentarse a descansar y así ordenar sus ideas notó que a la distancia del camino a la izquierda brillaba un punto rojo que desapareció enseguida. La imagen del fuego de su madre le vino a la mente y, olvidándose del dolor bajo sus pies corrió hasta ese lugar, haciendo clinks con la armadura una y otra vez.
Una pared lo detuvo, pero a su derecha el camino continuaba hasta otra vez el punto rojo que se movía en la distancia. El hombre siguió el trote, y cada vez que nacían las ramificaciones el punto rojo, esa estrella de fuego, guiaba al hombre por el sendero correcto.
Finalmente, cuando ese extraño espectro parecía tomar forma de mujer, desapareció apagando su luz a varios metros de él. Ese repentino evento hizo tropezar al hijo menor cuando ya casi lo tomaba en sus manos. El cansancio había terminado de consumirlo y perdió la consciencia. Su corazón recuperó el ritmo poco a poco, y ese silencio funerario arrulló al guerrero.
Despertó unas horas después. La antorcha ya estaba fría y dolían los ojos con tanta oscuridad. Se sentía tan atrapado y a la vez tan abandonado en el océano. Haciendo uso de sus manos buscó una pared donde recostar la espalda y trabajó contra los nervios para encender de nuevo la antorcha. Lo que vio después lo hizo olvidarse de las fauces de esa boca de lobos.
Su madre, con el cuerpo frío y seco, descansaba en la pared opuesta a él. El hijo menor intentó acercarse y tuvo que contenerse a abrazarla, pues sabía que la condición del cuerpo era frágil y no quería perturbarle el sueño eterno.
Pero se dejó llevar por las lágrimas, como cuando su hermano y él se sentaban a hablarle desde lo alto.
Reconociendo que el lugar no se prestaba para lamentaciones analizó el estado de su madre. La armadura había resistido, pero algunos rasguños habían perjudicado la zona del pecho. La espada yacía clavada entre las rocas, salpicada de sangre seca desde la punta hasta un poco antes del mango. El cabello rojo, esa llama incendiaria que era el símbolo su familia, se había extinguido. Estaba carcomido por las sombras del abismo.
Cuando puso la mirada en la mano derecha del cuerpo momificado se sorprendió al ver que un rollo de papel estaba bastante sujeto entre sus dedos. Por el delicado estado del cuerpo le fue fácil retirarlo, pero cuando estaba a punto de abrirlo el eco de una pequeña roca cayendo al suelo llegó hasta sus oídos y el hijo menor se congeló en el cuadro que seguía en aquel sendero.
Crack.
El aire se apresuró en sus pulmones.
Crack. Crack.
La luz del fuego en sus manos creaba sombras de lo que había y no había.
Crack. Tat tat tat.
Las paredes de aquella zona se estremecieron con las castañuelas.
Tat tat tat. Crack. Crack. Crack. Tat tat tat.
El hijo menor notó en un fugaz vistazo al cuerpo de su madre la herida a un costado que, con algo de tiempo, le dio muerte en el pasado.
Tat tat tat.
Un rostro tomó forma con el fuego de la antorcha. Llevaba las cuencas vacías y una sonrisa que se estiraba deformada de oreja a oreja. La cabeza, de largos cabellos rojos, se movía en espasmos y a veces giraba a la derecha y a veces a la izquierda, lo que hacía que los dientes en esa sonrisa rechinaran.
Tat tat tat.
Un largo brazo se disparó tomando el techo con la mano abierta. Un segundo se extendió hasta la pared derecha. El hijo menor se levantó del suelo, tiró las provisiones al suelo y desenfundó, con el frío del miedo haciendo vibrar el acero de su espada.
La criatura solo lo observaba. Tap tap tap. Rechinando los dientes.
Se escuchaba una orquesta del latir de corazón, el resoplo apresurado, los dientes chocando unos contra otros y la tierra agrietada entre los dedos de la bestia.
Esperar ya no era una opción.
El hombre se lanzó con un grito de guerra y el enemigo dejó caer los brazos en el frente y sobre el suelo. Corriendo sobre sus cuatro extremidades se abalanzó contra el hijo menor y con una embestida lo hizo caer sobre su espalda, lanzando mordidas muy cerca de su rostro.
Con el impacto la espada se escapó de sus manos y quedó inalcanzable. La criatura lo tenía aprisionado dejándole solo una mano libre para mantener lejos la fila de dientes pútridos.
Miraba a todos lados, buscando una forma de escapar. Su madre, con el rostro petrificado en cabizbajo lo miraba como sintiendo pena por él. Como si le doliera aún después de muerta tener que ver como la vida de su hijo se escapaba.
Y a él le dolía más eso que la presión sobre su cuerpo. No quería morir así. No con su madre observándole. No quería causarle esa pena. No quería. Y no iba a hacerlo.
Con un golpe de adrenalina colocó sus p
ies bajo el torso de la criatura y lo lanzó apenas una corta distancia hacía atrás, lo que le dio el tiempo suficiente para tomar la espada de su madre por el mango. Cuando el monstruo se incorporó y regresó al ataque, el hijo menor hizo un movimiento con toda fuerza y cercenó la cabeza de su atacante, terminando con el enfrentamiento.
El cuerpo, inherte, cayó sobre él; y haciendo uso de sus últimas fuerzas, el hermano menor lo arrojó a su costado, liberándolo.
Y aunque el silencio era menos que un alivio, el hombre comenzó a reír con gusto.
Si, su madre estaría orgullosa de él.
Un par de niños que, ocasionalmente jugaban cerca del agujero, notaron que la soga se movía desde el fondo hasta la punta en el pilar. Temerosos de la rareza presenciada corrieron a buscar a la gente de la aldea de Sahan incluyendo al hermano mayor.
Cuando este llegó se sorprendió de ver a todos reunidos en un círculo muy cerca del abismo. Alguien había subido la soga pensando en la seguridad de la comunidad y una sorpresa les esperaba en la punta libre.
El hermano mayor se abrió paso entre la multitud gritando el nombre de su querido hermano. Pero la única figura que se postraba al centro del círculo era la del herrero, su maestro. Este extendió la mano y le entregó un viejo escudo que reconoció de años atrás. Cuando le dio la vuelta se encontró con un rollo de papel que venía atado a la defensa.
Las matriarcas de la familia de la doncella roja hacen incapié en este punto en particular de la historia. Y, mostrándole a sus decendientes el mismo rollo que le fue entregado al hermano mayor, sellan el destino de las próximas generaciones.
-Es una tradición, pero también una maldición, mi querida Tabatha –dice una madre a su hija casi en un susurro. Pero la niña no entiende. Para ella, la historia de una aldea llamada Sahan que solía estar llena de verdes prados, vacas, gallinas y carneros; y una comunidad que no eran sólo ella y sus padres, parecen sacados de un cuento de hadas. –Si he de mostrarte esto es porque, como bien sabes, tu padre se ha ido y no va a volver. No puedo obligarte a hacer esto. A lo largo de la historia de nuestra familia han existido hombres y mujeres que no han luchado, pero que han hecho lo mejor por este lugar. Llegará el día en que tengas que tomar una decisión, y seguramente yo no estaré ahí para aconsejarte. Lamento todo esto. Lo lamento por todos mis ascendientes.
Y con esto la madre le entrega a la pequeña Tabatha el rollo. Se sienta en la cama más cercana e invita a su hija a sentarse con ella. Entonces abren el rollo y, esa mujer, lee línea por línea el contrato de muerte.
“A mis queridos hijos:
Siendo yo su madre se que llegará un día en el que lleguen a esta carta y mi cuerpo descanse junto a esta. Debo reconocer que me avergüenza el escaso progreso que logré para salvar a Sahan. Me duele pensar que la aldea ahora pensará en mi fracaso como un evidente y no como en un inconveniente. Pero me duele más no poder brindarles el mundo que esperaba para ustedes. Sin embargo no hay tiempo que perder. Escribo estas líneas porque sé que mi final está cerca. No deben preocuparse por mí, mis niños, agradezco ya no sentir dolor y que eso me da la oportunidad no sólo de ponerlos al tanto, sino de volver a despedirme de ustedes.
Ahora pongan atención. Mientras no lleguemos al final del camino la aldea será por siempre el único mundo para sus hijos. Se verán atrapados toda la eternidad en una prisión sin sol, ni brisa, ni rocío por la mañana. Yo no quise eso para ustedes, y sé que ustedes no querrían lo mismo para las futuras generaciones.
Por eso debemos continuar. Por mi parte he llegado un par de kilómetros más adelante. Me gustaría decir que está por completo despejado pero, por las heridas que seguramente notarán, sabrán que no es un gran porcentaje de seguridad. Si están dispuestos a perder sus vidas en este abismo hagan justo lo mismo que yo. Traten de dejar algo para las futuras generaciones, en caso de que no tengas éxito. Pero deseo su éxito, más que nada en este mundo.
Escriban todo lo que sea útil. Y traten de evitar los senderos que huelen o se escuchan familiar. Hay algo aquí abajo. Algo aterrador que afecta a cada uno dependiendo de lo que son o lo que fueron. El abismo intentará confundirlos. Intentará lastimarlos y atraerlos como moscas a la miel. No caigan en ese juego.
Pero he escrito demasiado. Aún me quedan fuerzas, pero debo aprovechar que no siento dolor para tratar de conciliar algo de sueño. Con suerte no sentiré nada a la hora de marcharme.
Estaré guiándolos, mis niños. No pienso ir al más allá hasta que el último de nuestro clan pueda llegar al final del camino. Les pido lo mismo. Aférrense a esa idea hasta el último suspiro.
Y entonces, solo entonces, podremos reunirnos todos donde las cortinas del sol avivan el espíritu.
Un beso para los dos. Uno más antes de irme.
Su madre los ama.
…
…
…
(En una letra diferente)
Seguiré el camino de mamá, haz de la última voluntad de ella lo que creas mejor para todos. Estaré esperándote y esperando a todos los que nos sigan en el camino.
Hasta nunca, hermano mío.”
Y, cuando su madre finaliza, Tabatha mira por la ventana. No dice nada, pero dentro de su cabeza solo piensa en una cosa:
-Ojalá papá estuviera aquí…
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