La noche se abre como un sótano oculto en las entrañas de la calles,
como el pecho de un dios deformado
que se esconde tras los ojos de la oscuridad,
y nos muestra su corazón de plata
colgándole de una cadena de estrellas
que con el tiempo se rompe
para que todo por igual,
pechos y sótanos de nuestras almas se abran
acogiendo a los latidos de ese corazón perdido en los espacios.
Nuestros pechos han sido la ciudad en ruinas
donde ella por siglos se ha ocultado de si misma,
de su sombra de estrellas apagadas
somos la guarida de su corazón
y para el fuego develador de sus misterios.
La Noche es también confesionario del mundo,
donde abultamos a la memoria en sacos,
salón inmenso en el que las formas se quiebran
como si un dios incoforme las empujara
en una hilera de estatuas.
Mis pupílas se abren para que su pecho y sus sótanos
ocupen un lugar marginado,
y su séquito invisible tenga un ricón de formas abultadas
en los lentes empañados de la visón.
Pecho de la noche con su corazón blanco y abierto
y colgando de su mano como un péndulo de cuarzo,
no sólo se resguarda del lobo que le aulla,
nos reguarda.
Es cabeza de un dios desfigurado
que se oculta tras un velo de nubes
para no aterrarnos con su fuego negro,
templo de almas amorfas en las pupilas de quien contempla
desde una ventana, una puerta
o el umbral invisible de una calle sin otro destino que el cielo.
En ella tenemos nuestro espacio, al dormitorio de paredes sin límites,
a la almohada de asteroides ,
al libro donde las estrellas han dejado su firma,
a la mesa, a la silla y la pluma que los ángeles en su vigilia nos turnan.
En su pecho, sótano oculto en las calles de un sueño
somos la vela que se apaga
y se vuelve a encender creando lágrimas de cera
que en las pupilas de quien contempla son una torre de fuego
habitada por fantasmas sin recuerdos.
Noche, guarida de tus ojos y los míos,
rostro poblado de cenizas,
punto de reunión entre tu alma y la mía,
en forma de cuerpos.
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