Abrazados en el campo están los girasoles en el instante del eclipse,
la solemnidad petrifica sus cuerpos y sus hojas se buscan como quienes buscan un pecho,
la brisa lleva de tallo en tallo las cenizas de la mañana y la tierra negra de las
tumbas sempultan sus ojos.
Ya no tienen forma de llorar, las lágrimas están bajo piedras de oscuridad,
ya no está la mariposa para extraer sus plegarias.
Los girasoles nada saben de la luna de oro, sonrisa de fantasmas, solo conocen
a la luna de plata en sueños cuando saben que anochecer sus ojos y amanecerlos
es su misión de cada día.
Ahora el miedo se arrastra por el campo, el amarillo de sus pétalos tirita,
parecen almas de velas devoradas por la noche
que en su sacrificio se hinchan de fulgor.
La luz que aún impera en ellos va hacia dentro,
les hace crecer pétalos en el subsuelo.
Ahora el sol de sus recuerdos es desconocido
y aros de nebulosa agua rememoran su rostro.
Los girasoles nada saben ni quieren saber,
el llanto en ellos no se nombra,
es solo luz que brota al liberarse
y en ellos el dolor sin consciencia de si mismo
sufre al igual que el hombre y se ilumina cuando llora.
La sangre que ha sobrevivido en las raíces las apiña,
por un momento en el infierno las almas ven el día,
El amor al sol lo crucifica, lo revive, sus aros de fuego brotan,
exaltarán sus nuevos rostros que abrirán caminos entre la niebla del campo y el cielo.
Su adoración revive con una suave palmadita de la luz.
Pero los pétalos cenicientos del eclipse, desprendidos del círculo en llamas
y entregados a su muerte son rastros de un recuerdo,
herida inconsciente que en su mirada de otoño los girasoles encienden.
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