Íbamos conquistando el camino de la ciudad bajo el luto de la noche,
oliendo la luz de las velas, de las almas en el claustro de sus casas.
Escuchábamos los rosarios de las cortinas que protegen el sueño de los humanos
tras el cristal de las ventanas.
Íbamos sin miedos como dos animales que juegan a ser humanos en el volante de un automóvil,
transporte de nuestros sueños hechos polvo, hechos polvo de asteroídes.
Enredábamos nuestras lenguas, hacíamos nudos de besos, aullando, dando alaridos.
como salvajes conocedores de los misterios de la noche milenaria
y traspasábamos nuestros ojos espadas de lágrimas risueñas .
Íbamos riendo al menear las colas, domando a la ciudad y el curso de los pasos
hacia la boca de la oscuridad, sin miedo ni culpas de exponer nuestras pieles manchadas.
Corriamos copulando sin la clásica vergueza que atesoran los genitales y pechos humanos,
porque no hay escenario para los amantes que las sábanas de seda de la noche,
la noche que es una alfombra de espejismos que sostiene sobre un péndulo
los cristales rotos del día.
Allí íbamos flotando, arrancando la piel de los labios hasta quedar en esqueletos.
Pero tropezamos con el espejismo de la mariposa blanca que alumbraba como un farol
la explosión de la oscuridad.
Ella iba como el eco de las cenizas que cantan con sus alas las melodías de la noche.
Que bello se desnudó frente a los intermitentes del cohce para hacer juego con nuestra desnudez.
Que suave despendió su luz para alumbrar el bramido de nuestros besos.
Ante el semáforo, y las luces del auto desplegó su sombra en el humo de la luz,
se desplomó, roció nuestras frentes con su polvo divino y nos convirtió en los niños
que como pequeños felinos vamos a la caza de los espejismos rojos de la noche.
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