Paraíso
Un cálculo extraño sugiere el cielo es más caliente que el infierno. En 1972, fue publicado en la prestigiosa revista científica Applied Optics, un texto anónimo en donde se comparaban las temperaturas del cielo y del infierno tomando como punto de partidas dos citas bíblicas. De la primera de ellas (Isaías 30,26) “Y será entonces la luz de la Luna como la luz del Sol, y la luz del Sol siete veces mayor, como la luz de siete días”, el autor entiende queel Cielo recibe de la Luna tanta radiación como la Tierra recibe del Sol y, además, 7 por 7 veces más; con estos datos estima que el cielo debe estar a 525 grados centígrados. De la segunda, Apocalipsis 21:8 “… para los idólatras y todos los mentirosos, su herencia será el lago que arde con fuego y azufre”, se deduce que debido a que el azufre está fundido, éste debe estar a 444 grados centígrados. La conclusión era injusta, una vez más a los buenos les tocaría lo peor.
Por supuesto lo anterior fue una broma de los editores de la revista, el texto aparecía en las páginas iniciales, espacio dedicado para anuncios varios y publicidad. También a manera de broma fue refutada por otros físicos, que encontraron un error en la interpretación de las citas y volvieron a equilibrar las cosas para que justos no pagaran por pecadores: con 231 grados centígrados, dijeron, el cielo sigue siendo más fresco que el infierno.
Hace poco mi sobrino de cuatro años puso en aprietos a mi ateísmo. “¿Gus?” me preguntó con un puchero en los labios “¿qué pasa cuando nos morimos?”. Hubiera querido responderle lo que mi cabeza susurraba: nada, no pasa nada, la gente se pone triste y estamos presentes sólo en el recuerdo de quienes nos quisieron. Hubiera querido abrazarlo y abrazarme a mí mismo con su ignorancia. Se me ocurrían tantas cosas pero al final las palabras traicionaron a mi pensamiento. “Nos vamos al cielo”, le dije “donde está diosito”.
La semilla que hizo florecer a las religiones, a mi parecer, es tal cuestión: qué hay después de la muerte. Los ritos funerarios de las civilizaciones antiguas nos hablan de ello, hay una colorida variedad de estos, en los que la función primordial es llevar el alma del fallecido a otro plano de la existencia. La religión ha inventado bellas mitologías para consolarnos ante esa dura pregunta, la ciencia también, hay una en especial que quiero mencionar, la teoría del gen egoísta.
Dicha idea fue expuesta en el libro titulado “El gen egoísta” del biólogo Richard Dawkins, y nos dice que los seres vivos tan sólo somos el envase de genes que nos controlan para mantenerse vivos. Así, ante la inevitable muerte, estos genes inventaron la reproducción para asegurar su supervivencia. Parecidos a un robot, los órganos serían la maquinaria mientras que nuestros pensamientos de amor, deseo, competencia y anhelo de poder son la programación necesaria para que dichos genes encuentren la manera más segura de mantenerse a salvo en el cruel devenir de los siglos. La teoría es polémica y aunque concuerda con muchas ideas de la teoría de la evolución de Darwin, contiene puntos flacos que han sido debatidos. Sé que suena un tanto frívola, pero ante el triste panorama de algún día dejar este mundo, a mí me resulta optimista.
A mi sobrino no lo tranquilizó mi respuesta del cielo, su cara seguía triste. “¿Qué hay en el cielo?”, me preguntaba con insistencia mientras yo trataba de distraerlo. “¿Quieres que te compre una paleta?”¿Cómo te fue en el kínder?”¿Cómo se llaman tus amigos?”¡Ya casi es tu cumpleaños!”. Me ignoraba, con más inocencia que malicia me hacía sudar, acababa de recogerlo de su escuela y estábamos atrapados en el tráfico. “¿Pero qué pasa en el cielo Gus?”, seguía. Aproveché el rojo de un semáforo para voltear a verlo con fingida sonrisa “Ah pues en el cielo vamos a estar todos nosotros para cuidarte y jugar contigo”. Se quedó en silencio, por el retrovisor vigilé su rostro quieto, raro en él. Me alegré y me asusté, aquel niño seguía pensado. Entonces vinieron los momentos más oscuros: “¿Gus?, ¿Tú cuando te vas a morir?”, “Yo no quiero que nadie se muera, no quiero quedarme aquí solito”, “No quiero que nadie se vaya al cielo”. Para entonces era imposible no contagiarse de su tristeza, yo le seguía diciendo que allá seríamos felices, él seguía buscando una mejor descripción. “¿Pero que hay en el cielo Gus?, ¿cómo es?”.
Los lectores de la Comedia de Dante Alighieri o del Paraíso Perdido de John Milton parecen coincidir en una cosa: los autores fueron muy sueltos y creativos al describir los horrores del infierno y un tanto forzados al alabar las virtudes del cielo. William Blake, al hablar sobre el Paraíso Perdido dice lo siguiente: “La razón por la que Milton escribió maniatado cuando hablaba de los ángeles y Dios, y con libertad cuando lo hizo de los demonios y el infierno, es porque era un verdadero poeta, y partidario del diablo aunque no lo supiera”. Si aquellos grandes poetas construyeron cielos poco convincentes, ¿Cómo podría hacerlo yo? El reto que me ponía este niño no era asunto menor.
Pensé entonces en las repuestas que me dieron de pequeño, alguien me dijo que después de morirnos viviríamos para siempre en el paraíso. Lejos de tranquilizarme, aquello me angustió más. Recuerdo que, antes de dormirme, trataba de descifrar eso de para siempre. Imaginaba una cifra, 100 años; luego iba más lejos, 1000 años, 10 000 años. ¿Cuánto tiempo era para siempre?. Aumentaba más ceros a mi cuenta y una opresión en el pecho me iba dificultando la respiración. Sentía un vértigo como de estar en la orilla de un barranco y me entraban unas profundas ganas de llorar. No, aquello no me serviría.
Me hacía un nudo en la garganta el no escuchar su alegría ruidosa de siempre, “¿Gus?” me llamaba con voz ahogada por el sollozo. Estacioné el carro cerca de una tienda de abarrotes, al girarme para verlo, un viento de inspiración me llegó del estampado en su mochila. “¿Sabes qué hay en el cielo?, en el cielo está todo lo que más te gusta”. Me miró con mucha atención. “¿A ti te gusta Toy Story? ,¿verdad?, pues allá en el cielo van a estar Woody, Buzz, el doctor Tocino y el señor cara de papa, van a estar todos para que juegues y hables con ellos”.
Funcionó. Dejó de llorar. ¡Eureka!.
Sé que mi respuesta no servirá por muchos años, algún día se enfrentará nuevamente con tales cuestiones y probablemente se reirá de mi pobre intento de consolarlo. Sólo espero no me juzgue y recuerde con cariño el momento en que nos bajamos del carro y compramos unos panditas en la tienda.
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