Contra la pureza
Desconfío de aquellos que defienden la pureza de una ideología, que la colorean con sumo cuidado sin salirse del contorno y la pegan, inmaculada, sobre un fondo blanco bien recortadito. Son ellos (somos, porque nadie nos salvamos) los constructores de muros fronterizos, los que andan con etiqueta en mano, colocando estereotipos. Son ellos (somos, porque así es esto) los que se sientan en el trono del dictador y escriben con sagrada (maldita) tinta lo que debe ser y lo que no. Entonces, si tienen el poder torturan y castigan, si no, se dedican a insultar.
Nada es puro, ni el aire que respiramos, ni el agua que bebemos, ni la religión que profesamos, ni la ciencia que defendemos. Tampoco el lenguaje es puro, es algo convencional y va adaptándose a los movimientos del tiempo: imposible limitarlo a un gordo volumen de academia. Todo viene contaminado por el roce de la vida, ese viento que ensucia las ideas y nos provoca el cuestionamiento , ¿Por qué esto debe ser así?, ¿por qué no de otro modo? . Somos mestizos, el pensamiento mismo lo es, nada está a salvo de la mezcla.
Y es que con la idea de la pureza se llega a conclusiones de artificiosa superioridad: hay una raza elegida, un arte mejor, un político profeta, una religión única, un modelo de familia universal. A diario leo acusaciones y ofensas de quienes, en nombre de la abaratada libertad de expresión, defienden sus purezas. El argumento es sustituido por el dogma de quien cree que la verdad es una palabra-dios, inmutable y transparente. Pero “verdad” es una palabra de laboratorio, fabricada bajo condiciones específicas y controladas que, cuando es puesta a prueba en el mundo real, suele quebrarse y hay que recomponerla.
Es fácil juzgar, difícil entender. Aún más difícil, por pesaroso, conocer. En este mundo moderno nos pensamos limpios tras las pantallas de cristal líquido, desde nuestra seguridad arrojamos palabras que pretenden resumir lo irresumible y así, por la pereza de caminar el mundo, nos da por la entomología de jardín, nos sentimos lúcidos científicos por saber clasificar en nuestra pared los bichos del mundo; a los antiguos: nerd, mocho, joto, etc, le añadimos los nuevos: chairo, hipster, feminazi, pejezombie, peñabot, vegano… etc.
Nos hace falta caminar y ensuciarnos, sacudirnos la bata de laboratorio y convivir con el mundo de afuera, ese que ha dejado la pretensión de museo para mostrarse como lo recordábamos en nuestros juegos de lodo y raspones en la rodilla.
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