Apolo XI
En el módulo de mando Neil Armstrong no parpadeaba. La luna no sólo se veía, se sentía en todo el cuerpo como un escalofrío; creyó ser un hombre lobo y aulló, a su lado Edwin Aldrin y Michael Collins también aullaron, después rieron y después estallaron en sollozos de júbilo.
-Soltemos al águila- dijo Collins, Armstrong y Aldrin inmediatamente se prepararon.
El módulo Eagle se separó del Columbia e inició la maniobra de descenso hacia la superficie lunar; conforme se acercaba a ella, los latidos de Neil cobraban fuerza, no pensaba, apenas respiraba por necesidad, imágenes danzaban sin orden en su cabeza. Olvidó el peligro del espacio exterior y se dejó invadir por el recuerdo de una cancioncilla de cuna:
Duerme pequeño que la luna te mira, duerme…¿Qué seguía?, no lo recordó pero la melodía resonó dentro de su casco mientras la silbaba.
La expectación en el módulo de mando y en la tierra pronto fue interrumpida por la voz del astronauta:
– No hay nada- dijo.- Hemos alunizado con éxito pero al bajarme del Eagle no he podido tocar la superficie con los pies. No hay luna.- La frialdad de su voz dejó un eco sombrío en quienes lo escucharon.
No tenía sentido, el Eagle había hecho contacto e incluso la misión misma no podría haber llegado hasta ese punto sin la gravedad lunar. No había lógica y Neil lo sabía, pero inmerso en el cosmos, entre aquella negrura y silencio, la lógica parecía tan lejana como la tierra; no podía explicarlo:
– Estoy flotando en el espacio, parado sobre el vacío. Collins desde el módulo aun puede verla pero para mí no existe, sólo veo el universo bajo mis pies. ¡O no hay luna o me he vuelto loco!.-
El tiempo de retraso en la transmisión televisiva permitió montar el show previamente grabado: los pasos de Armstrong, la bandera americana y, por supuesto, la famosísima frase.
…
El viejo astronauta abre la puerta de su casa de campo, en las afueras de Lebanon, Ohio. Es de noche y el canto de los grillos se une al sonido de sus pasos sobre el suelo mojado, camina lentamente y observa una de sus huellas sobre el lodo, los relieves de la suela se han marcado perfectamente, “igual que mis arrugas”, piensa, mientras se toca la frente. Tiene la tentación de mirar hacia el cielo y aunque sabe que es inútil su insistencia, dirige el rostro hacia arriba. El firmamento le inunda los ojos pero no hay luna, nunca más para él, ya que aquel 21 de julio de 1969 fue el único en sentir en carne propia su inexistencia.
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