Entre las etapas buenas, regulares y malas enla vida de todos hay algunos que son especiales e inolvidables. A continuación les narraré un momento de mi infancia que considero crucial en mi despertar erótico. Y eso, gracias a las piernas del señor Sotomayor.
No, les aclaro que no soy un desviado ni se trata de uno de esos casos de abusos de menores que tan en boga están hoy. El buen señor Sotomayor era un amigo de mi padre que era conocido por vender unas magníficas piezas de jamón serrano.
La primera vez que entré en contacto con estos troncos de carne fue mi perdición; a partir de ese momento solo tenía una fijación y no quiero pensar que hasta la fecha. Hay que tener en cuenta que las obsesiones se acentúan cuando algo es prohibido y este era el caso. Mi madre me tenía prohibido tocar este jamón que solo se utilizaría para preparar unas tapas o acentuar algún platillo especial y solo me quedaba levantarme a media noche, a hurtadillas, para sustraer una pequeña parte del objeto de mis deseos.
Cuantas veces no me imaginaba en una habitación en penumbras donde colgaban las piernas del buen señor Sotomayor. Me acercaba con sigilo a ellas y entonces las frotaba, las recorría con la lengua quitándoles toda su sal, las retorcía, pellizcaba y mordía.
No pensé que al ir creciendo con estos pensamientos me harían una especie de monstruo o pervertido, sobre todo cuando tuve la oportunidad de hacerme novio de Marisita, la hija menor de don Armando, el tendero de la esquina.
Les diré que Marisita era una niña rolliza, con una cara muy bonita y de buen carácter pero sobre todo con un par de piernas sensacionales. Y he aquí que no bien comenzábamos nuestra primera cita cuando mi fijación no solo me llevó a un par de cachetadas y una corretiza por toda la cuadra sino que al final nos tuvimos que cambiar de colonia, en medio de la vergüenza de mis padres.
Este hecho acrecentó mi sentimiento de culpa y entonces comprendí en que consistía eso de los tan mentados pecados de la carne de los que hablaba la tía Teatriz.
No asimilé el hecho que hubiera tantos mortales que nunca habían gozado de las piernas del señor Sotomayor y que por ser un privilegiado me tuvieran tan satanizado y en baja estima.
Freud dijo que todo se reducía al sexo, o así lo he acomodado a mi conveniencia, pero quisiera imaginármelo en un viaje a España entrando en alguna charcutería. Oh que cantidad de carnes, de formas y sabores! Ese lugar mágico convertido en su laboratorio y su campo de pruebas. Podía ver al buen doctor ya con su pierna de jamón serrano bajo el brazo siendo invitado a una función privada de cine erótico, junto al conde de Romanones y el rey Alfonso, con sus musas rebosantes de carnes y seguramente exudando sal. El padre del psicoanálisis se habría vuelto loco y habría desarrollado más teorías que las que los vecinos pudieron idear de mí.
Pasaron los años y de repente el buen señor Sotomayor desapareció de mi vida dejando un hueco muy grande, no en mi corazón sino en mi estómago.
Emprendí un recorrido por muchos lugares en busca del sabor perdido pero al parecer, en esta era del plástico, ya ningún alimento es como antaño, sobre todo el jamón serrano.
La desilusión y la añoranza me llevaron a tomar una última y desesperada medida.
Estoy en un grupo de comedores compulsivos, al parecer nada anónimos puesto que todos se conocen muy bien.
Me costó trabajo que me aceptaran, sobre todo por la escuálida figura que exhibo, pero una vez adentro me estoy desenvolviendo acorde a mi siniestro plan.
Tengo una compañera, no recuerdo su nombre, algo entrada en años y en carnes, minifaldera y con unas piernas de campeonato, que al parecer está respondiendo a mis galanteos.
Ustedes ya se imaginarán cual es mi propósito y espero lograrlo. De ser así, será tema para narrarles sobre la resurrección del auténtico y erótico jamón serrano.
Por cierto, su apellido es Sotomayor…
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