Ir a quien-sabe-donde e intentar pasarlo de largo es bastante difícil, lo juro. El hotel posee cierta extraordinaria presencia, que resalta por el intenso color azul que lo baña de pies a cabeza, a brochazos, provocando una sensación enferma de frío y nevada.
El ambiente no le ayuda mucho tampoco. Es un lugar donde siempre esta helando y no hay un alma en las cercanías que acompañe la pintura. Ningún otro edificio, ninguna otra casona, ningún otro par de huellas en la arena que no sean las propias. Esto, y para los que estamos tan acostumbrados, llega a ser abrumadoramente complejo y deja una migraña insoportable por horas y horas, pues miras a todos lados y es detenerse a pensar en donde carajo empieza la nieve y donde termina la arena; razón obvia por lo cual el suelo siempre esta mojado y llega a ser bastante molesto.
Sin embargo, el hotel parece adaptarse perfectamente al mortal clima de quien-sabe-donde gracias a ese impresionante monstruo azul que solo podría, tal vez, verse opacada por la belleza victoriana que le precede en estructura. Es un lugar tan pobre y triste que llega a ser sublime, maravilloso.
Por su parte el mar, que golpea sutil la costa con sus olas, es un rústico tan perfectamente sosegado que en algún momento llegué a pensar que estuviera congelado, como si fuera una larga e infinita pista de hielo desapareciendo a lo alto y ancho de donde alcanza la vista.
También puede escucharse, si se pone mucha atención, una melodía suave que provoca ser una mezcla de océano y viento, solo interceptada por aquella bestia celeste, elegantísima y desvergonzada, que se impone erguida sobre el desierto blanco.
Entonces me pregunto ¿Es posible que en mi desesperación hubiera accidentalmente naufragado en las costas de tan desolado lugar?
Antes de cruzar por la puerta de madera (una fiera que, recostada en el umbral de un antiquísimo porche, me habían vencido al instante en un tú-por-tú) miré hacia los aguilones que estaban a los lados: solo cinco o siete pisos me separaban de su punto más alto y, sin embargo, se me hacía que el hotel se extendía cada vez más hacia el cielo, como queriéndolo alcanzar con aquellos filosos colmillos.
Un instante después, y sin haberlo pensado entonces, ya me había involucrado con aquel asimétrico gigante de hielo. ¡Y qué sofocantes adentros! Lo primero meramente apreciable en su salita de espera, fue una vieja guitarra apoyada sobre algunas incrustaciones de cerámica fina y la actitud minimalista, especialmente conservadora, de los muebles que adornaban el salón. Todo parecía más grande ahí, sin duda alguna, y también demasiado abandonado.
Después de registrarme en el libro de huéspedes y de tomar mi llave (tan agotado me encontraba que no pude esperar a que llegara el recepcionista a tomar mis datos) me fui directamente a mi habitación, sin perder de vista el magistral trabajo arquitectónico del hotel. Los barandales finamente tallados a mano de las escaleras, las ventanas que, todas y cada una, miraban al mar; y que cada ventana, con su respectivo y hermoso borde, era un cuadro distinto, un mar distinto. Todo otro ecosistema.
No obstante, había un sentimiento de ausencia que no dejaba de perturbarme desde que había llegado ahí. Los pasillos, que alguna vez pudieron haber estado repletos de viajeros, ahora parecían servir de paso a la dulce melodía del mar y el viento, resonando sus graves notas de Do, Re a Si, por sobre todas las puertas. Qué triste, pensé, y cuanto desperdicio de siglo XIX.
En todo caso, haber entrado a mi habitación fue un gran respiro, porque ya podía ser capaz de decirlo: estaba completamente aislado del mundo, podía disfrutar del arte de observar las olas y estas eran solo mías.
Mi balcón, mi vista al mar, mi propia comarca de belleza victoriana. Lo tenía todo, y tal vez así podría terminar lo que había venido a comenzar.
-Yo creo que tú solo quieres tomarme el pelo, muchacho –interrumpió aquel hombre, riéndose a toses y golpeando el hombro de Baltasar con una cerveza a medio tomar. El joven de veintitantos no dijo nada, en su lugar levantó la mano y mando llamar al encargado de la barra, apenas haciendo un gesto en toda la noche desde las dos horas antes en que había llegado.
El bar, por su parte, se fue vaciando desde hace poco tiempo, cuando a lo lejos se dejó escuchar un rayo, sofocando la paz y dejando a toda la zona sin luz. Los pocos clientes que prefirieron quedarse eran solo sombras borrosas resguardadas en mesas apartadas, unas de otras.
Algunos de los meseros, acostumbrados a la inestabilidad eléctrica y a la lenta intervención de las autoridades correspondientes, actuaron de inmediato y sin chistar colocado algunas velas por todo el amplio del figón.
Baltasar ordenó otro escocés en las rocas, encendió el decimoquinto cigarrillo y continuó hablando, perdido en el relato de quien-sabe-donde, aquel hotel azul y cada uno de los caprichos de Mademoiselle Lucy. Sin importarle la burla y comentario del escéptico vecino de junto, cuya voz se iba haciendo cada vez más pequeña.
La dueña del inmueble no se me presentó hasta las cuatro y media de esa tarde. Llevaba ya un largo rato tratando de encontrar la inspiración que necesitaba, pero por más que me rascaba la cabeza con las uñas encarnadas no conseguía descifrar el misterio de mis manos estáticas. La hoja que tenia frente a mí, esa maldita hoja que era tragada por el umbral de la máquina de escribir, me miraba escéptica con los ojos en blanco, haciendo un ademan de burla inmediata. Yo seguía bebiendo y fumando, desgastándome por ella, sufriendo por ella, pero parecía no importarle. Era, sin lugar a dudas, la más ingrata de todas las miradas.
Y ese tiempo perdido me pareció un desliz de tiempo absoluto. Tantos y tantos años pasaron para mí que el golpe a la puerta, cuando este ocurrió, fue más bien un terremoto: Imprescindible y abrumador. Las manecillas del reloj de mesa volvieron a jugar a ser ruleta de casino.
-Buenas tardes, Mesiuer Baltasar –exclamó entonces una voz femenina detrás de la puerta, como anticipando el hecho de haberme interrumpido. Abrí para ella, enterrando antes la colilla del cigarro en lo más profundo de la colina de ceniza, y fue cuando me recibió la más elegante de las sonrisas perfumadas-. Permítame presentarme antes de cualquier imprevisto. Mademoiselle Lucy, la dueña de este establecimiento, a sus órdenes.
Ella entró a la habitación con el brazo extendido. Entendí inmediatamente la cortesía y bese su mano con gratitud y devoción. Sin embargo, después de haberla visto a la luz de la alcoba, aquel beso resultó ser todo un placer personal.
Lucy poseía todo lo que se podía desear de una mujer. Una belleza gratificante, adornada con una elegancia y paciencia digna de una emperatriz. Llevaba un largo vestido violeta que le caía con gracia, abultado por el miriñaque que seguramente cargaba por debajo de la prenda. El corsé le hacía florecer los pechos, pero guardaba distancia hacia la mirada ajena con un chal azulado que le calentaba los hombros. La larga cabellera dorada, recogida entre rizos y trenzas, le iluminaba el rostro como si esta fuese una corona de luces, y dos verdes esmeraldas me miraban fijamente, siguiéndome los pasos sin sospechar de mi ridículo nerviosismo juvenil.
-Compórtese, Mesieur, solo venia a recibirlo ¿Todo en orden dentro de su habitación? –preguntó ella ante mi falta de palabras. No supe que contestar, me sentía intimidado-. No quisiera pensar que las instalaciones no son las adecuadas para nuestros huéspedes.
-Todo está bien, gracias.
-¿La cama? ¿El escritorio?
-En perfecto estado.
-Quizá le apetezca algo de comer…
-Estoy bien, gracias.-
Lucy guardó silencio un par de minutos mientras yo trataba de hacerme el desinteresado, desviando la mirada hacia cualquier esquina del inmueble.
La realidad era que no podía resistir la intensa hermosura que Lucy irradiaba de sus ojos. Sonreía y yo echaba una rabieta a mis adentros, sin entender la causa, sin entender de los caprichos de un diamante así perdido en la arena de granito y copos de nieve. Del infierno blanco alrededor de la asombrosa posada.
Ella caminó curiosa por la habitación, deteniéndose solo para admirar los artefactos que había traído yo de mis viajes al exterior. Sobre todo, se sentía maravillada por el demonio de la hoja en blanco y su verdugo. Cerró el abanico con encajes y lo colocó sobre la mesa. Se quitó entonces uno de los guantes y acarició con la piel desnuda el contorno de la máquina de escribir. No era sólo un gesto intrigante de quien busca adivinar lo que existe frente a uno, sino más bien un abrazo dulce como buscando compadecer a mi compañero de las batallas en las que nos habíamos enfrentado desde hace tanto tiempo ya. Esos hermosos dedos. Esa mueca de duda y misterio. Ese rayo de luz respirando sobre la ropa de Lucy. Había algo en todo ello que me hizo correr a la silla frente al escritorio y tocar el piano con la hoja en blanco.
Lucy se echó para atrás y se quedó observado muy cerca de mi hombro. Su aliento estaba lo suficientemente cerca como para robárselo con un beso, pero tenía un trabajo que atender. Y así de fácil todo el jugueteo pre puberto desapareció.
-Si no le molesta, mademoiselle Lucy, debo continuar con mis obligaciones. Me gustaría no ser interrumpido mientras tanto.
-¿Necesite que le avise cuando la cena este servida?
-El tabaco me mantendrá ocupado por un rato. Gracias.
La fina dama volvió a colocarse el guante y se encaminó a la salida de la habitación. La fragancia de su piel se desvaneció poco a poco, y el humo del cigarro se fue danzando haciendo caminos en el espacio abierto hasta donde alcanzaba la luz.
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