A Patricia, de ida
Cuando el reloj da las tres y cinco de la tarde, Inés ya se encuentra sentada sobre el pasto, jugando con una margarita entre sus dedos y mirando de reojo hacia las vías de acero que cruzan todo el campo desde el horizonte de verdes prados hasta más allá de las desgastadas montañas del norte; mientras pasa con los dedos la historia de María, de Jorge Isaacs y se acomoda los lentes con elegancia.
Por nada en el mundo ha faltado ella a esa diversión suya de esperar al ferrocarril vespertino que hace temblar a las flores a su alrededor.
No sabe exactamente qué es lo que puede llevar en sus adentros, pero suele imaginarse, día con día, que trae consigo un cargamento de increíbles tesoros y artefactos mágicos, desconocidos para todos menos para Inés. Se imagina también que aquella fachada de tren, corrida y desgastada, es sólo el uniforme predispuesto de un enorme ciempiés que lleva en sus espaldas a viejos gnomos tristes, hadas de alas rotas, sirenas de voz perdida, princesas reponiendo el corazón y caballeros sin caballería.
De lo que ella está completamente segura es que aquel ferrocarril es la única conexión entre su mundo, aburrido, abandonado y solitario, y un majestuoso reino de cielos color turquesa y faroles que iluminan las fantásticas estructuras perdidas en la infinidad de las alturas con un hermoso violeta brillante.
-Algún día subiré en él- piensa ella, cuando el sonido de precaución se dispara desde la luz roja del semáforo y la barrera elevada cae con mucho cuidado para evitar el paso entre el camino de tierra y los rieles de acero.
Entonces mira al horizonte, en dirección a donde el sol busca refugio muy lentamente, y ve aparecer aquel humo blanco que se eleva por la chimenea entre la bruma del espejismo. Se levanta apresurada de su cama de flores y corre feliz a la barrera ya baja para estar cerca de aquel sueño de un mundo más allá del suyo. El ferrocarril cruza frente a sus ojos y la brisa le arrastra la falda señalando la cabina que ya desaparece al otro lado del vaivén.
Solo le bastan cinco minutos de aquel maravilloso espectáculo para ser feliz el resto del día. Por cinco minutos puede sentirse tan cerca de aquellos seres mágicos que, si se esfuerza, puede tocarlos a través de la muralla de fuertes vientos cuando la melodía de acero sobre los rieles pasa por unos instantes. Entonces, despidiéndose de su amigo el gran ciempiés, recoge la canasta llena de frutas y libros del suelo, se seca el sudor de la frente con el brazo libre y se pierde ella también al final del camino de tierra, donde un bosque de arboles delgados coronan los cielos con sus hojas alborotadas.
Ahí, en medio de aquella nada de melodías aviarias y murmullos de hojas secas, Inés gusta de sumergirse en un lago escondido; dejándose las ropas aparte para abrazar la calma del agua serena con su cuerpo desnudo. Se suelta el cabello, negro y abultado, sumerge poco a poco la piel blanquecina al gran espejo profundo y termina por cerrar los bellos ojos castaños solo por un momento mientras se acostumbra al temple de su estanque.
En ocasiones, si el tiempo es bueno, los peces salen a recibirla acariciando sus piernas y aquella mujer, divertida como solo ella, acepta un desafío sin pronunciar y nada en círculos persiguiendo a sus compañeros de natación. Con distinción y gracia, con belleza y travesura.
Pasado un rato, el cielo anaranjado le indica que es hora de volver a casa. Se viste sin prisa y camina entre las piedras siguiendo un camino inexistente que ella conoce muy bien. En poco tiempo llega hasta el pueblo y se pone a danzar entre las calles en ruinas tarareando una canción que ha inventado o que ha escuchado alguna vez pero que ahora ya no recuerda de donde.
Va hasta la biblioteca y coloca los libros de la canasta en uno de los estantes a medio llenar. Toma un par de libros más del suelo, donde yacen acumulando polvo en una pila triste, y se acomoda los lentes para apreciar con más detalle las imperfecciones de las portadas. Cuando encuentra uno que le llame la atención lo mete en la canasta y sale contenta mordiendo un durazno. Regresa al pueblo y se imagina a la gente de su literatura recorrer contenta las calles, pero hace mucho tiempo que vio al último de los hombres desaparecer entre la cortina de humo y hollín y a olvidado cómo sería estar con un semejante. Sólo le queda la imaginación y su tren vespertino para sentirse acompañada.
Ya en casa, Inés se cambia de ropa por una más cómoda y se mete a la cama envolviéndose el cuerpo con las sábanas limpias; desde la punta de los pies hasta la parte alta del pecho. Toma el libro del canasto y empieza una vez más la lectura que espera la pueda sacar de su pueblo fantasma; hasta que los parpados le pesan y se queda profundamente dormida, con una sonrisa en el rostro y el libro abrazándole el vientre desnudo ya de las cálidas sábanas.
El último día de verano, sin embargo, el tren no llegó a las tres y cinco como estaba siempre estipulado. Al contrario de ello, llegó con un retraso de diez minutos e iba a paso de peatón. Sin la necesidad de correr, como era su costumbre, Inés se acercó al barandal un poco preocupada por su amigo el gran ciempiés. Justo en aquella intersección de su mundo con el otro, las ruedas del ferrocarril giraron cada vez más despacio hasta que al final se detuvieron. Todo en aquel pequeño prado se quedó en silencio ante la bestia que enmudecía.
Inés, sin dudarlo, se atrevió al tener aquella oportunidad de oro frente a ella. Con uno de sus libros abrazado al pecho Inés se agachó para cruzar la barrera baja y sentir el metal caliente en la palma de su mano. Cerró los ojos y sintió que el corazón de aquella bestia se detenía entre sus dedos, exhausto de todas las carreras diarias que tenía que hacer de un lugar a otro.
-Pobrecillo, no te dejan descansar ¿Verdad?- exclamó la joven aventurera consolando al uniformado mientras buscaba la entrada.
Un eco sordo recorrió el vagón cuando Inés abrió la puertecilla de metal. El interior era igual al pueblo que descansaba al pie de su casita en la colina, triste y sin un alma que llenara los asientos carcomidos por los años. Tenía también las cortinas rasgadas y los pasillos abandonados. No había hadas ni sirenas, pero si luciérnagas de polvo que flotaban a su alrededor como para reconocerla entre la soledad de un ferrocarril sin vida. Inés no se desanimó, al contrario, caminó por los pasillos con una sonrisa compasiva, tierna y cariñosa, pasando los suaves dedos por los asientos empolvados.
De repente, la puerta al otro lado del vagón se abrió de golpe y un muchacho, joven como ella, apareció de entre las sombras. Inés se llevó una mano al corazón, dando un paso ajeno al encuentro. El muchacho llevaba un overol oscuro que disimulaba las cenizas sobre él y un gorro gris en la cabeza que le cubría el cabello alborotado, negro como el de Inés. Además tenía la piel distinta: morena y de un interesante color cobrizo. Así venía entonces, sin mucha prisa, maldiciendo y limpiándose las manos con una pañoleta vieja.
-Damas y caballeros –exclamó entonces dirigiéndose a una multitud de pasajeros inexistentes. –Lamento informarles que no creo posible que lleguemos hoy a nuestro destino a causa de algunos problemas técnicos. Les pido de favor que tengan paciencia mientras arreglo los desperfectos. Si todo sale bien llegaremos mañana temprano. Muchas gracias por su atención y espero que sigan disfrutando de la travesía.
Sin más que decir, el muchacho volvió de inmediato por donde vino. Inés, por su parte, se quedó intrigada por la presencia de aquel joven. Era el primer hombre que veía en mucho tiempo. Pensó en sus libros y se puso a comparar las imágenes que venían dentro de ellos con el dirigente ya perdido en la oscuridad del pasillo. La distinta forma de su cuerpo, el cabello corto y sacudido, la voz grave que hacía resonar el vagón y la manera en que la había mirado en un momento de su anuncio; todo esto le sacudió el corazón de una manera que nunca había llegado a sentir.
Quería verlo de nuevo, y además, también sentía una gran curiosidad por el extraño aviso que había hecho hace unos momentos, por lo que apresuró el paso para tratar de alcanzarlo sobre la marcha. Sin embargo, adelantándose a sus intenciones, el muchacho regresó al vagón y se dirigió esta vez a Inés, con la misma calma de hace rato.
-Le pido de favor que no se levante de su asiento, señorita. En unos minutos vendrá el almuerzo.
Sintiéndose un poco avergonzada Inés se sentó de inmediato y asintió con la cabeza, colocando su canasta de frutas y libros sobre las piernas. El joven, que parecía ser el maquinista, fogonero y dirigente del gran ciempiés, finalmente regresó hasta la locomotora donde continuó con su tarea de arreglar las fallas técnicas antes mencionadas.
Inés se quedó callada el tiempo que pasó antes del almuerzo. Miraba a la ventana con el entusiasmo ahogado en un nudo en la garganta, impaciente por la salida del ferrocarril y por la idea de descubrir qué era lo que había del otro lado de las montañas del norte; así como también por ver una vez más al muchacho, quien se mostraba firme en su condición de buen anfitrión. Retomó entonces la lectura pero hizo a un lado la fruta, pensando en que no quería perder el apetito una vez fuera entregado el almuerzo vespertino.
Al cabo de una hora el joven maquinista regresó al vagón con un carrito de mantel blanco y un platón cubierto sobre este. Se detuvo frente a Inés y destapó la comida. Ahí, en medio del carrito, había un sándwich de jamón con queso, jugo de naranja en un vaso limpio y una adorable florecita cruzada sobre los cubiertos que terminaba de adornar la hora de comer.
Inés agradeció contenta el gesto y el joven, sin decir nada pero con las mejillas ligeramente sonrojadas, regresó de nuevo a continuar su tarea.
La tarde, con sus luces anaranjadas, llegó de repente mientras Inés dormía recostada en la pared del vagón que daba a la ventana. La despertó un ruido seco y las maldiciones constantes del muchacho quien libraba una batalla contra la locomotora. La adorable bibliotecaria sacó la cabeza por la ventana y miró al maquinista llevar la ropa todavía más sucia y el rostro salpicado por las manchas de aceite y humo. Mientras tanto, este revisaba por fuera la cabeza del ciempiés tratando de encontrarle el mal que le afligía.
Inés salió tranquila del vagón y se acercó a su capitán, quien no se dio cuenta de la presencia de la joven hasta que esta comenzó a hablar.
-¿Estará bien?
-¿Quién?
-El ciempiés, me pregunto si estará bien. Tiene una tos horrible y parece tener intensos escalofríos- dijo Inés con un aire orgulloso. Había estado leyendo días antes un libro de medicina y sintió que era el momento adecuado para dar su primer diagnóstico.
-Pues no lo sé. Usualmente trabaja muy bien. Pero hoy, como si nada ¡Puf! Una terrible congestión nasal y ya no se movió más.
-¿Y si lo dejáramos descansar? ¡Si! Ese es mi diagnóstico. El pobrecito sufre de cansancio extremo y ampollas en las patitas. ¿Te imaginas? ¡Tantas patas y con tantas ampollas!
El maquinista no dijo nada después de eso, pero sonrió con la ternura de la doctora y aceptó su diagnóstico. Se sentaron un rato en el suelo e Inés le entregó uno de los duraznos que llevaba en el canasto. Agradecido mordió la fruta solo para antes decir:
-Capitán Ezequiel, dirigente del Expreso Fin del Mundo, a sus ordenes señorita.
-¿No es acaso el término capitán sólo para la náutica y la milicia, gran señor?- respondió ella, recordando con entusiasmo las grandes aventuras del capitán Ahab en su afán de vencer a la poderosa ballena blanca.
-¡Y para los que dirigen bestias de acero también!
Inés se rió con aquellas palabras orgullosas pero lo ocultó muy bien cubriendo su boca.
-Capitán, si me lo permite, desearía darme un baño antes de que partamos. Puede venir si usted gusta, creo que bastante falta le hace.
Ezequiel, ya terminado su almuerzo, miró sus ropas y sintió una nueva pena por las fachas que llevaba encima. Trató de disimular el disgusto propio y aceptó seriamente la propuesta de la muchacha. También ella se sintió emocionada, no sólo por querer tener un último chapuzón en aquel lago suyo, sino porque también deseaba ver al capitán que se escondía debajo de aquellas ropas de maquinista. Quería saber si acaso era como aquellos caballeros de los cuentos que enfrentaban dragones y grandes gigantes para llegar hasta la princesa atrapada en una torre abandonada. Quería que él fuera como ellos, y esperaba que ella también fuera algo de princesa.
Cierre del primer viaje…
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