Había una vez una señora muy vieja en cuyo rostro figuraban las marcas de una antigüedad secular. Su cabello largo y blanco ornado de flores le caía hasta los pies que ella pintaba siempre de naranja y azul. A Celeste le encantaban los arcoíris. Siempre recordaba la primera vez que había visto uno y la fascinación que le había procurado tal espectáculo. Desde allí, su vida fue una metáfora de colores inolvidables. Por eso guardaba la excentricidad de sus veinte años a pesar de cumplir casi cerca de un siglo.
Un día que estaba tejiendo en su casa una bufanda de cien colores diferentes, llegó su hija Elisa con su esposo y sus dos hijos. Elisa era todo lo contrario a su madre, una doctora rígida y fría, un toque arrogante y un tanto creída. Pero Celeste la aceptaba como era y la amaba con todo su corazón. Siempre le decía “¡Sonríe amorcito y ve los colores que te ofrece el mundo!” Y Elisa nunca le hacía caso, su madre era demasiado curiosa para ella.
La hija de Elisa, una hermosura de 5 años, se puso a jugar entre los cien estambres que tapizaban el cuarto de su abuela. Y mientras nadaba entre los tonos rosas, verdes y amarillos, le preguntaba: “¿Qué estás haciendo con todos estos hilos abuelita? ¿Tejiendo arcoíris y pensando? ¿En quién piensas?…” Y Celeste, feliz de compartir estos instantes con su nieta, le declamaba poemas sobre Arturo, el amor de su vida.
Elisa, al oír el nombre de su padre que nunca conoció, le ordenó a su hija ir jugar al jardín con su hermanito. Recordaba cuando era adolescente y que le preguntaba todo el tiempo a su madre quién era Arturo, y que ella le contestaba con poemas y otras extravagancias literarias. Hasta que un día se cansó y nunca volvió a tocar el tema. Pero en su fuero interno, sentía una desesperación profunda. Además, su madre llegaba a los últimos años de su vida, y había que aclarar dudas. Ya era el momento de tener esta conversación que desde hacía mucho se ocultaba entre ambas mujeres.
“- ¿Quién era mi padre? ¡Mamá, dímelo, por favor!”
Primero Celeste se sorprendió de la pregunta de su hija y después de un rato, le contestó lo mismo de siempre:
“- Tu padre fue el presidente de un gran cielo pintado de letras.
– ¡Ya pues mamá, la última vez me dijiste que era un hombre azur que vivía del alfabeto!”
La abuelita tomá un aire grave mientras su hija seguía:
“- Ya pasó mucho tiempo y no quiero que te lleves el secreto a la tumba… ¡Necesito saberlo!”
Celeste se quedó callada y la hija, exacerbada, entró en una de esas crisis que asustaban a todos. Se puso a llorar y a gritar emitiendo unos sonidos ridículos, parecidos a los de un rebaño de borregos intentando ladrar. Como de costumbre, su madre, a pesar de este show circense que solía ver cada vez que se enojaba Elisa, la miraba con mucha ternura. Le recordaba a Arturo y estos pensamientos provocaban en ella la sensación de una felicidad tan grande que bendecía al cielo el haberlo conocido.
El esposo de Elisa llegó corriendo e intentó serenarla con sus abrazos cariñosos. Pero Elisa lo empujó y le gritó “¡No me toques, no me toques!” Llamó a sus hijos y les dijo que ya era hora de irse. Pero Celeste no quería quedarse sola, amaba la compañía de sus nietos. Tampoco quería pelearse con su hija. Así que, por primera vez, le habló sin metáforas de colores.
“- Elisa, tu padre fue un hombre excepcional, pocos son los seres que lograron entender la belleza de su alma. Su vida fue un cuento raro y extraño. Cuando yo era más joven, contaba su historia a la gente y se reían de mí. No me importaba, pero no me gustaría que tú te burlaras de Arturo.
– No me burlaré mama, -le aseguró Elisa- solo quiero saber quién es y qué pasó, y por qué me abandonó…
– No te abandonó amorcito. Tráeme mi copita de vino y te lo cuento todo”.
Elisa se tranquilizó y fue a buscar la botella de cabernet y las copas. Toda la familia se reunió alrededor de la abuelita en la mesa del comedor y de una manera más que atenta, escucharon la historia del misterioso Arturo.
Era un creador de crucigramas de un periódico local. Amaba su trabajo y lo hacía con mucha seriedad. Todos los días se dedicaba a su pasión y cuando descubría nuevas palabras, se emocionaba bastante. Pero las letras tenían un impacto muy fuerte sobre él. En cuanto más trabajaba, más se transformaba su lenguaje, hasta volverse en estrofas dignas de los grandes trovadores.
Cuando Celeste conoció a Arturo, se enamoraron a primera vista. Ella le cantaba con colores y él le declamaba poesía con sus versos. Con la letra A, la Acariciaba con sus Besos. De la C se Comía sus ojos como un Dulce Exquisito de Fragancias. ¡Grande era su amor! Y así pasaban los días, bajo el signo de la poesía y de la felicidad. Pero una noche, Arturo visitó a Celeste y llegó a su casa hablando en un lenguaje totalmente incomprensible.
Resulta que le habían asignado un nuevo trabajo. Ya no era él, el encargado de los crucigramas sino el de la sopa de letras. Estaba muy desesperado, lloraba de tanta confusión y Celeste lo consolaba. Fue ese día que se concibió a Elisa. Una semana después encerraban a Arturo en un manicomio.
Además de Celeste, nadie estaba dispuesto a entenderlo y todos lo trataban como si fuera un loco que había perdido la facultad de hablar. Hasta que un día anunciaron su fallecimiento, un problema del corazón según los doctores… Pero Celeste sabía que la única culpable era la tristeza… Cuando fue a recoger las cosas de Arturo, de entre sus objetos personales, encontró un sobre que contenía una sopa de letras, la última que había hecho. Y como homenaje, Celeste mandó a grabarla en su estela funeraria.
Cuando terminó de contar la historia de Arturo, la abuela guardaba una sonrisa por los bonitos recuerdos que le traía su memoria aunque una lágrima se deslizaba por su mejilla. Le indicó a su hija el nombre del cementerio donde descansaba su amor y que si no la creía, podía ir a verlo con sus propios ojos.
Elisa, a pesar de su escepticismo y como lo había prometido, no se burló ni hizo un comentario negativo. Todo era cuestión de verificar lo que le decía su madre. Así que al día siguiente, se fue al cementerio. Caminó una hora entre las tumbas, buscando la famosa sopa de letras, hasta que al fin la encontró. ¡Era real! Le tomó una foto a la estela funeraria y regresó a su casa.
Lo primero que hizo fue examinar atentamente la imagen. De un primer vistazo reconoció las palabras “apócrifo” y “hermenéutica”, las dos de origen griego. Siguió buscando más palabras pero no encontraba nada. Para mayor comodidad, transcribió la sopa de letras en un papel más grande y le pidió ayuda a su esposo. Gracias a sus conocimientos de abogado, aparecieron dos nuevas palabras, esta vez de origen latino y relacionadas con asuntos jurídicos.
La sopa de letras era tan compleja que Elisa se tardó más de un mes en resolverla. Tuvo que investigar durante horas, leyendo enciclopedias, navegando en la red, hasta se inscribió en bibliotecas para consultar diccionarios especializados. Cada vez que encontraba una nueva palabra, era un logro considerable: puros términos dignos de grandes conferencistas. Elisa aprendía miles de cosas interesantes y a la vez se preguntaba cuánto tiempo duraría su obsesión.
Después de dos semanas, la doctora empezó a impacientarse. En ocasiones la desesperación era tal que le daban ataques de nervios y se ponía a lloriquear grotescamente, emitiendo sus sonidos raros. ¡Hasta un día la tuvieron que sacar de la biblioteca!
Y finalmente, llegó el momento en el que ese trabajo titánico dio sus frutos. Sobraban unas letras que ya no se podían utilizar y leyéndolas una tras otra, se lograba ver un mensaje: “a mi hija preciosa, le dedico mis letras con todo mi amor”.
¡Elisa estaba muy emocionada! ¡Su padre era un ser con una inteligencia extraordinaria! Se puso a llorar de alegría, de la misma manera que lo hacía cuando se enojaba… Pero esta vez, todos estos sonidos que emitía gimiendo agarraron sentido: simplemente era el idioma de su padre declamando poesía en sopa de letras.
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