La brisa cálida de un pueblo en festejo sopló suavemente a través de su vestido floreado. Desde donde estaba, Carolina podía verlo todo: la luz de los faroles parpadeando sobre el empedrado, las personas caminando entre los puestos de comida frita y hasta los fuegos artificiales que se abrían paso entre las pecas blancas del cielo nocturno y se perdían al filo de la noche. Lo podía ver todo, excepto aquello que había venido a buscar desde tan lejos.
Carolina suspiró y el aire caliente de su boca se convirtió en neblina. Sacó del bolsillo un papelito arrugado y tachó un nombre en la lista. El viento frío arremetió contra ella y la empujó a la entrada de la iglesia, sentándola sobre los escalones que daban a su interior. Estornudó con fuerza al incorporarse y se limpió la nariz con un pañuelo que ya había visto bastantes batallas nasales.
-Ya será mañana… -murmuró. Entonces bajó las escaleras y se dirigió al hotel con paso torpe, sin darse cuenta de que, desde los cuerpos cercanos que corrían con mascaras en la cabeza, un hombre en traje negro la observaba alejarse de la fiesta.
La chica, frágil desde cualquier ángulo, entró a su habitación dejando la chaqueta al borde de una silla, la bufanda sobre la televisión empolvada y tumbándose boca arriba sobre su cama. Se frotó los ojos, esas dos pequeñas canicas que vestían colores opuestos. Estaba cansada, más de lo usual. No había disfrutado de sus vacaciones desde que salió de la oficina el lunes pasado. Pero no había tiempo para eso, tenía que encontrarlo porque se agotaban las opciones y cada día estaba más enferma, más débil y más delicada.
-Es culpa de esta atmósfera. Estoy segura de que no somos compatibles con los elementos que la componen.
Y habiendo dicho esto para sus adentros se volvió a entusiasmar y corrió a buscar el mapa en su maleta. Unas grandes equis tachaban los mundos antes recorridos, esos cuyos nombres venían censurados en el papelito arrugado resguardado en los bolsillos.
El viaje había sido largo. No hacía ni dos días, cuando estuvo cerca del mar, que sintió que el calor sofocante de la arena y sal iba a derretirla. Pensaba que ahí, en medio del tumulto de extranjeros albinos que estaban fascinados con las playas del atlántico, se haría charco y todos pasarían por encima de ella, salpicándola sobre los castillos de arena y las toallas extendidas. Eso hubiera sido tolerable si por lo menos hubiera encontrado lo que buscaba, pero no.
Entonces siguió su camino hasta adentrarse a las montañas. Eso fue ayer, cuando entre los pinos altos que alcanzaban el cielo Caro estuvo sufriendo con la redada de mosquitos que se alimentaban de su sangre. Aunque eso no la desanimó. Subió arboles, removió la tierra y se levantó entre los campistas con la postura de un salvavidas de alberca. Pero no, tampoco ahí estaba.
El pueblo estaba cerca de aquel bosque y en el penúltimo lugar de su lista de bolsillo, pero no contaba con la feria de Santa Isabelina, patrona de los objetos perdidos. Con tanta gente no había forma de ponerse a trabajar, así que cuando vio que el templo mayor se erguía coronando la colina decidió buscar suerte desde ahí. Sin embargo, como ya antes se ha mencionado, salvo algunas estrellas que le ocasionaron nostalgia, no halló nada.
-Sólo me queda un lugar más donde buscar -pensaba ella jugando con una pequeña nave espacial de juguete entre sus manos. Pero ya sería mañana, porque con el escurrimiento nasal y las ojeras bastante pronunciadas esa noche no podría hacer nada.
Así que durmió y soñó. Soñó con su madre, la mujer que nunca conoció, pues se fue cuando apenas había nacido. No sabía muy bien como era, salvo por rasgos que de repente llegaban a su cabeza por algunas fotografías viejas.
También recordó a su padre, quien le había dicho que mamá se había ido al cielo y desde ahí cuidaba de los dos. Entonces también él desapareció y Caro se quedó sola, pensando en que quizá su padre no quiso dejar sola a mamá allá arriba.
Fue durante una noche en el orfanato cuando viendo una película de platillos voladores y especies alienígenas que entendió a que se refería su padre. Ella no era de este planeta. Si, era eso. ¿De qué otra forma una persona normal llegaría al cielo como él profesaba? Así es como, después de algunos años y cuando salió por fin al mundo exterior, decidió que necesitaba encontrar una nave espacial que la llevara con ellos. Consiguió un trabajo, un departamento y una vida de disfraz.
Tardó mucho en recordar todos los lugares a los que había ido con su padre cuando era niña. Como no salían mucho por el estado delicado que la afligía, la lista resultó ser breve. Entonces, cuando llegaron las vacaciones, tomó las llaves del coche y salió a cumplir con su destino.
La mañana llegó temprano para Caro, cuando el color turquesa de la madrugada coloreaba los tejos de las casitas de asbesto. Subió a su vehículo y respiró hondo mientras encendía el motor. A pesar de las festividades, las personas se habían levantado temprano y ya cumplían con los mandados. Caro, al dar una vuelta en una de las angostas calles del centro, sintió de repente un escalofrío desde la parte trasera del coche. Miró al retrovisor. Un hombre en traje negro y gafas oscuras la observaba desde el asiento de una motocicleta.
-Me descubrieron –pensó ella mordiéndose el labio inferior. Pero no iban a atraparla tan fácilmente. Movió con destreza la palanca de velocidades y se abrió paso a través de la gente que saltaba espantada a las cajas de fruta y verdura recién cosechada. El hombre en motocicleta también aceleró y comenzó así la persecución.
Unos minutos después Carolina hacía proezas en la carretera con tal de despistar al insistente perseguidor. Tomaba prestado el sentido contrario y trataba de escabullirse entre los camiones de pasajeros y las camionetas cargadas. Hasta el pequeño juguete de plástico salió volando de la guantera donde estaba guardado, encendiendo sin querer todas sus luces de colores. Sin embargo, el hombre de traje era aún más escurridizo. Podía pasar fácilmente entre las grietas de los autos en movimiento y era muy hábil en ello. Pero no importaba, porque la pequeña fémina se sabía un atajo difícil de seguir si no se iba en automóvil. Derrapó bruscamente y giró hasta un diminuto camino de tierra que se perdía a lo lejos del paraje rural. La caída fue estrepitosa, pero Caro estaba mas atenta al pañuelo sobre su nariz que al camino en picada. Cuando por fin pudo estabilizar el vehículo, miró por el espejo y se rió orgullosa al notar que el hombre había caído entre el pasto y las rocas sueltas. Había ganado.
Era ya medio día cuando Carolina se detuvo a orillas del lago. Aquel había sido el último lugar donde había visto a su padre, por lo que estaba segura de que ahí se encontraría la nave que la llevaría a casa. Por fin a casa.
Pasaron las horas, un tractor allá a lo lejos trabajaba sobre los campos de maíz pero era apenas un zumbido que se perdía entre el canto de las aves y la brisa veraniega que levantaba el pasto de la llanura como si fueran olas. Después de buscar sin descanso y de peinar por completo la zona, Caro se había quedado sin pistas. Estuvo un largo rato de pie, a la mitad del verde de aquella pintura, observando el lago en calma. Ni siquiera se dio cuenta de que el hombre del que venía huyendo ya la había alcanzado, y estaba ahí, sin decir nada, mirándole la espalda; y el cabello negro alborotado por las prisas; y el vestido floreado que seguía el ritmo del pasto con el viento; y esas manitas blancas que temblaban y hacían nudos con los dedos.
-Oye, Caro –interrumpió el sujeto. La mujer volvió la cabeza sorprendida y dio un paso para atrás. Sus ojos de repente parecieron hacerse más pequeños. Tras unos segundos de buscar sin éxito alguna forma de escape se tumbó sobre sus rodillas y estiró las manos en señal de rendición. Como si esperara a ser arrestada.
-Me rindo.
-Oye, oye, soy yo, Pablo –el muchacho se quitó las gafas oscuras y se sentó en cuclillas frente a ella, esbozando la mejor de sus sonrisas-. ¿Qué estás haciendo aquí tu sola?
Caro, cuando por fin reconoció aquel rostro, soltó el llanto y se lanzó a sus brazos. Hablaba con el moco suelto, balbuceando y entre cortando las palabras. No obstante, y a pesar de todo el enfermo dialecto, Pablo logró entender la situación. Minutos después, cuando ya no había más que llorar, el joven le puso la mano sobre la cabeza y dijo:
-Tranquila. Me preocupé cuando salí del trabajo y no te encontré en casa. Vi el mapa, regrese a la funeraria y le pedí prestado la motocicleta a un compañero. Por eso no me reconociste, lamento si te asusté –la chica se sonó una vez más la nariz con el pañuelo-. Ven, volvamos a casa. Podemos intentarlo otra vez el año que viene.
Casa, su casa. Si, Caro quería volver a ella. Se enjuagó entonces las lágrimas y se disculpó. Por todos los problemas y también por la camisa tan llena de mocos. Pablo se rió un momento y ambos se pusieron de pie.
Llegaron al carro y metieron la motocicleta entre los asientos traseros y la cajuela. Pablo se puso al volante y se colocó el cinturón.
-¿Estas lista? –ella sonrió ya más calmada. Miró al lago que se encontraba tras ellos por el retrovisor y asintió. –Bien, porque aún son vacaciones. Podemos pasar al centro de video y rentar unas cuantas películas de esas que te gustan tanto.
El automóvil regresó al camino de tierra y se alejaron despacio del último paraje de la lista.
La noche llegó. La oscuridad devoró las recias aguas del cuerpo acuífero; pero, sobre una pequeña cruz de madera que yacía perdida a las faldas del lago, un pequeño juguete brillaba con luces de colores.
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