Estoy indefensa y desnuda ante las murallas de la ciudad,
mis ropas se han caído de viejas, el polvo se las ha comido
y llevado a su guarida.
La desnudez es como un lucero perdido en las calles,
cualquier pie la puede aplastar.
Que terrible es tener la carne expuesta,
sentir el filo de las miradas resbalar por el cuerpo
atrapando una gota de sangre, o los
ojos extendiéndose como látigos que inhiben a la luz
ante el umbral de los vitrales.
Que tristeza voltear al pavimento y ver la máscara destruida,
cascarón del que he salido pálida y trémula al mundo que todo lo
juzga y todo lo nombra.
¿Cuál destino le espera a mi rostro
descubierto?
¿Al agua de mis ojos que está a merced de cada mano?
Que difícil es ser cisne de los lagos celestiales, nacer de los vientres
de las estrellas y morir en la plenitud del día, fallecer
ahogada por los mares de cemento que arrastra a la multitud al
clamor de las cloacas, más terrible es pensar en mi cuerpo desnudo e
impregnado por el rocío de cenizas.
Desnuda, la niebla me envuelve, vestido de larga cola,
la lluvia me abraza, me aprieta contra su corazón
y es un corsette de barro deshecho.
Oh Dios, mándame la manta de tus vientos para cubrirme los
los senos , futuras ánforas de mares, dame tus hojas para ocultar la
virginidad perdida. Padre, envía las telas de tus nubes para
fabricarme las faldas, una llovizna de pétalos rojos con los
que saciar este vacío de pasión. Desemboca, por favor, tus ríos en
mi piel abierta, dile a tus olas que me tapen el vientre,
quiero vestirme de espuma, dar vida a una perla.
Que difícil pensar en gastarse la vida detrás de un aparador de
maniquís, buscar tras sus ropas y ver solo yeso. Por eso, señor,
permítete vestirme con tus manos, déjame enredarme en tus
túnicas, en tus cabellos, quiero envolverme en sus sedas y emerger
de ellos con la libertad del arco iris,
ya no quiero exponer al corazón, cual si
fuera una trampa para los perros hambrientos.
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