He considerado un privilegio para los recuerdos de la infancia, el haber conocido una casona en funciones familiares. Sí, de esas que vemos, cuando caminamos por los centros históricos de la Ciudad de México o de nuestra Puebla. Las que ahora albergan bancos, colegios, hoteles, restaurantes, sindicatos y hasta museos. Para mí son máquinas del tiempo que me permiten recordar otras épocas.
Cruzando el portón de madera, angosto pero muy alto fuerte y sólido, con chapa de llave forjada, de una sola vuelta, y que cierra por dentro con tranca poblana infalible para los rateros. Adentro un patio típico poblano, circundado por los cuatro lados por la construcción del edificio. Laja de piedra en el piso. Al frente hacia la calle las asesorias lo que hoy llamamos tiendas y comercios. Por dentro oficinas y bodegas.
Al fondo del patio escalera de piedra, cuyo cuerpo se divide en dos alas que nos dan acceso al piso familiar, barandal de fierro forjado unido con remaches y pasamano de madera, en los extremos de cada lado dos bolas de cristal rematando la pilastra de piedra.
Más al fondo la cochera del Pakar 1934, ahí, antiguamente se guardan las carrozas y los caballos.
En algunas de estas casas existe un piso intermedio entre el familiar y la planta baja, le llamaban el entrepiso por tener menos altura en los techos. Generalmente para el servicio.
Arriba al subir la escalera, nos encontramos en el corredor que circulaba todo el patio a vista de pájaro. Con sus macetas colgadas de los barandales. Siempre me he preguntado, ¿Cómo han podido resistir estos corredores hechos de piedra volada a través de tanto tiempo y con tanta gente que pasábamos y corríamos por ellos?
Todas las habitaciones dan al patio con una o dos puertas que hacen también las veces de ventanas.
En los extremos delantero y trasero se ubican la sala y comedor que son las habitaciones más amplias, el resto los dormitorios.
Entrando a la casa nos recibe como siempre las tías, no sabemos su edad pues no tenemos la capacidad de definirlas, siempre amables, su cara arrugada de sabiduría.
Junto la puerta y bajo el escritorio un perro negro fundido en bronce; estamos en la sala, decorada con muebles y sillas muy rectas algo incomodas con brocados iguales a las cortinas de las puertas que abren hacia los balcones. En la pared, enfrente a los balcones dos espejos muy grandes y en medio un piano negro con dos candelabros adosados al mueble para iluminar las teclas, ahora electrificados con cuatro focos Édison.
Como me impresionaba que todos los cuartos se comunicaban unos a otros y que al igual que en el corredor podías dar una vuelta interna alrededor; de sala a recamaras, de recamaras a comedor, de comedor a recamaras, de recamaras a sala.
Las recamaras con una o dos camas de latón muy altas que dan la impresión de un hospital y los correspondientes roperos de alturas inmensas 4 mts. y más con los copetes tallados.
El comedor con una mesa larga, larga, larga, y vitrinas a los lados. Atrás del comedor por una puerta la cocina, medio oscura con sus fogones de carbón cubiertos de talavera. Y ollas y cazuelas colgadas en la pared de techo a fogones; desde la olla de los frijoles hasta la más grande cazuela para el mole. Barro vidriado del barrio de la Luz.
Atravesando la cocina la puerta al patio y ahí, en un pequeño cuarto, el baño con todos los servicios modernos, tina, agua corriente y WC con una caja en el techo que al jalar la cadena dejaba bajar el agua.
Las tías contaban que por la edad, el baño era poco frecuente; pero eso sí, bendiciendo la tina con agua bendita antes del proceso higiénico para evitar una muerte súbita.
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