Rodrigo estaba listo para su acto. Tenía la mesita plegable ya puesta sobre la explanada, los platos y cubiertos de plata sobre el mantel de encaje blanco, la parrilla improvisada a la izquierda de la única silla y al público peatonal ya revoloteando cerca de su escenario, curiosos de ver el espectáculo del joven artista.
De reflector nada mejor que la luz de la luna que ya se enmarcaba entre las torres de la catedral. Rodrigo sonreía, aunque era difícil notarlo con esa barba tan tupida y descuidada. Solo le faltaba traer a cuadro a su carismática y hermosa compañera, que aguardaba callada en su camerino de cuatro ruedas.
Pero Rodrigo esperó a llamarla. Quería que la gente siguiera amotinándose. Este era el performance de su vida; la cúspide fugaz de una carrera que apenas iniciaba. Se tomó su tiempo. Le dio brillo a sus lentes de pasta gruesa, encendió también unas velas que adornaban la mesita y hasta se sirvió una copa con sidra; porque la carne roja la prefería original y no como todos usualmente la comían, con vino tinto.
Pensó en todo el trabajo y el esfuerzo. En la práctica y el error. En cada detalle, cada burbuja en la copa, cada gota de cera derramada, cada nota, cada aroma, cada mirada inoportuna del espectador promedio. Y pensó en Genovese, que debía estar impaciente por salir a escena.
El hombrecillo entonces fue hasta su camioneta por su co-protagonista. Los ojos de la multitud lo siguieron durante esos metros de la mesita hasta el borde de la banqueta. Rodrigo le ofreció ambas manos a la dama y la llevó hasta su mesa. Vestía con un hermoso vestido blanco que el genio creativo tuvo la amabilidad de retirarle al comienzo del acto.
Todos miraban asombrados, sin rastros de lujuria o deseo carnal, sino con la curiosidad encendida de los que viven siempre del otro lado del performance. Genovese tenía una sola línea de diálogo y una sola motivación para su acto, pero era fantástica para improvisar. Sabía pedir auxilio de mil maneras, lo que encantaba a los espectadores. Pero no solo era eso, también la hermosa figura blanca que tenía, los ojos color avellana, el cabello revuelto detrás de las orejas y las uñas pintadas de rosa, con pequeñas caritas de gato tatuados sobre estas.
Rodrigo, contento por haber elegido bien a su actriz, colocó guarnición alrededor del plato principal y colocó una servilleta bajo el mentón. Genovese, que llevaba puesta una pulsera de plástico apretada en las muñecas por órdenes del director, miraba a los hombres y mujeres que tomaban fotografías de la puesta en escena.
Estaba muy nerviosa y no podía ocultarlo. Le temblaban los labios y la luz del flash se reflejaba en las gotas de sudor que caían por su frente. Por suerte Rodrigo le había dado, unas horas antes, un buen remedio contra el pánico escénico. Relajaba sus músculos y casi no se notaba el punto negro sobre su piel. Si no fuera por eso, en esos momentos estaría retorciéndose.
Y era algo que Rodrigo quería evitar.
Así entonces comenzó el espectáculo callejero. Rodrigo tomaba el tenedor y el cuchillo y le quitaba un trozo a la carne sobre la mesa. Entonces pasaba el pedazo a la parrilla a su izquierda y retiraba alguno que ya estuviera bien cocido. Se echaba una papa a la boca para acompañar la carne roja y le daba sorbos a intervalos a su bebida.
-¡Maravilloso! –decía una voz entre el tumulto. –Se puede apreciar la crítica social del hombre que es obligado al consumismo capitalista y a vivir día con día encerrado en una rutina suburbana.
-No, no –contestaba alguien a su lado. –Claramente es un grito de protesta contra las empresas que violentan a los animales con tal de producir en masa alimento del que podemos prescindir; o somos lo que comemos.
-Es tan real… -le decía una madre a su hija adolescente, pero no parecía preocupada. Volteaba a ver a los otros dentro del público y nadie levantaba su teléfono más que para tomar video y fotografías. No había sirenas tampoco, o persecuciones policiales; y si ellos no hacían nada entonces todo estaba bien en el mundo.
Genovese, mientras tanto, continuaba improvisando dejando escapar algunas lágrimas muy acordes para la ocasión. Sentía que la piel le quemaba, pero Rodrigo le murmuraba muy cerca del oído que el arte debía sufrirse, debía vivirse, debía ser inmortal; como pronto lo sería ella cuando escuchara los aplausos elevarla a los cielos.
De todas formas no podía quejarse mucho, aunque ahora también le incomodaba el charco que se había formado sobre su puesto actoral. Le daba mayor realismo, pero le asustaba. Los ojos se le ponían en blanco en ratos y respiraba muy fuerte por la nariz. Le faltaba el aire, pero eso debía ser por el nerviosismo de convertirse en una gran estrella al término del performance.
El muslo, pensaba Rodrigo, era lo más rico de la parte baja del cuerpo. La pechuga era un poco seca y grasosa, pero era emocionante saber que cada trozo tenía su sabor especial. Tal vez era su imaginación, pero le pareció que toda esa carne de primera clase estaba endulzada; solo salada entre las piernas y el pescuezo, donde el sudor de la carne cerca del fogón los sazonaba.
El diálogo de la joven se fue apagando con cada bocado. Después de un rato de estar en escena, sin poder mover un músculo, comenzó a sentir que su cuerpo se entumecía. Primero las piernas, después sus muslos; los brazos, los pies y las manos y cada dedo que hasta hace poco bailaba con sus compañeros en un frenesí de locura.
Cansada, observaba a los niños sobre los hombros de sus padres, lanzando burbujas de jabón y corriendo a través de toda la multitud. El suelo bajo la mesita se lucía con abstractos carmesí y unos trozos de carne que por gravedad habían terminado ahí se llenaban de moscas. Ella desaparecía de toda existencia y a nadie parecía importarle.
Pero llegaba el climax de la historia. Los huesos se amontonaron entre los restos de la guarnición y la botella de sidra estaba vacía rodando en el suelo. Rodrigo se veía satisfecho, pero necesitaba terminarse la cena. No sólo por el acto, sino por educación. No era aceptable dejar comida. Desperdicio es desperdicio y hay tantos allá afuera que no tienen que comer.
Dejó para el final la cabeza. No había mucha carne, pero el intento lo valía. Los dos globos oculares rodaron por las cuencas vacías y miraron fijamente al director creativo. Algo en él había cambiado. La barba había desaparecido y su cabello se enroscaba en una marejada detrás de sus orejas. Había curvas donde antes no había y el pecho era prominente, bastante femenino. Rodrigo clavó con el tenedor un ojo y se lo metió a la boca. Levantó el otro e hizo lo mismo. Masticó, con los ojos cerrados. El público estaba en silencio, con la emoción haciendo nudo en la garganta. Entonces la persona detrás de la mesita se puso en pie, se limpió la boca con la servilleta empapada, bajó los lentes de pasta gruesa y abrió los ojos mirando al público. Las avellanas relucieron con la luz de la luna.
La gente enloqueció. Los aplausos no se hicieron esperar y desde el suelo, los balcones y las ramas de los árboles alrededor de la mesita, todo el mundo elogiaba al gran genio que hacía reverencia al centro de espectáculo.
Por ello, casi nadie se dio cuenta que las patrullas se acercaban con prisa hasta la plazuela, haciendo cantar la sirena sobre los capotes, hasta que Rodrigo era sometido por varios oficiales. Pero eso no importaba, ni siquiera las esposas tan feas que le habían puesto podían opacar la ternura de las caritas de gato que estaban tatuadas sobre sus uñas.
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