Para mi madre, para las madres de todos los niños refugiados en el corazón del mundo
La madre amamanta al hijo con la leche de sus ojos,
pechos que le cuelgan de la mirada para alimentar el andar del niño,
le da cucharadas de miel con los besos de la aurora,
anticipo de las estaciones al sudor del vientre dorado,
y cuando la fiebre delira en el universo del termómetro sin llanto
le es necesario aplicar lagrimitas de limón,
oro pulido de las raíces abuelas, crédito de la sangre al surdor del sentimiento.
La madre construye puentes, ríos, avenidas, aviones y transportes de versos,
con los fósiles de su madre, su abuela, sus hermanas, la pila ancestral de las raíces
para que su pequeño vaya con talismanes por el mundo.
Cuando hay hambre se extrae migajas y azúcar de la sonrisa para calmar el peso de la hormiguita
que un día llegará con ruedas a la punta de un rascacielo poblado de vida, voces e historias que llegan al cielo.
Al caer la noche envuelta en turbantes de olas negras,
ésta suelta a sus hijas luminosas al destino de los valles,
Y la madre con el pecho abierto a una de esas aprisiona
para construir un arpón de cinco filos que protegan a su caracola
y la enseñen a pescar, a iluminar a las bestias de agua, al mar negro de su casa,
y al sacrificio de su madre, espejo de la noche, de la piel sombria de la mar
cuando renuncia a ser olas en vuelo de delfines, presurosos por alcanzar las boyas del horizonte.
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