Me perseguían las ganas de besarte, de hacer de tus labios aquel enterrado templo
en el que desnudé mi alma cuando la luna me era desconocida,
y las estrellas barajaban para mí un mensaje aún oculto.
La asfixia, la persecusión, las ganas de llegar a sus umbrales, al agujero de la luz,
eran una súplica de asilo en medio de los atrios abarcables, un canto de estatuas en el alba
rogando a las espadas de los santos.
Tus labios aullaban, se miraban en el espejo de mi pecho, en ese miedo congelado de luna,
de azules dioses tiritando ante el olor de la sangre viva, del beso negado, del grial ausente.
Y cuando mi corazón corría adentro y afuera buscándose en los espejos de tu rostro,
comprendí aquel sacrificio frente al púlpito de la taberna.
La sangre se agitaba en mi pecho, ansiosa en un desagüe de heridas,
las úlceras de santidad revivida se vistieron de cruces.
Solo Dios sabe cuántos cirios embarcaba mi oscuridad, cuánto olor a beso guardado.
Los Cristos y su sangre cubierta de astros, cuánta luna y estrellas se extenuraron en esa noche eterna.
Hubiera dado más que agua por un beso de tus ojos, algo más que el refugio y la coagulación del llanto
por unos ojos puestos de cabeza, por un roce en la sangre,
por un poco de rubí herido para aliviar mis espinas prisioneras.
Las estrellas ya han perdido sus espadas, el alma y los umbrales conjuran nuevos amuletos.
Hoy la luna es clara y la niña santa y azul ya no anda por la angosta senda de las brasas,
mas hay un beso, un asilo, un rezo al ángel que abre el día con un manto de vitrales,
hay un gerrero muerto en la sangre de la negación ante un cielo cerrado.
Tus labios se hicieron pequeños, la cruz del rezo se ha escondido en el polvo.
Tu silencio, y el beso, y mi miedo son lluvia sobre un cristo de barro deshecho.
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