Con los años, la historia de la doncella roja se convirtió en rumor.
Cada generación del clan escarlata estaba predestinada a sacrificar a uno de sus hijos por el bien de la tradición.
Hubo, sin embargo, muchos casos en los que el miedo fue mas grande que el deseo, y algunos hermanos y hermanas se hicieron a un lado, esperando que sus hijos, o los hijos de sus hijos, encontraran el valor que ellos habían perdido.
Nunca se le obligó a nadie a bajar por ese abismo.
La aldea se Sahan, por otro lado, recibió el castigo del agujero después de algunas décadas de dormir tranquilo. Cuando el duodécimo de los descendientes bajó a las envenenadas fauces del centro de la tierra, un terremoto consumió un par de casas de una familia de tal.
El pánico no se hizo esperar, y culparon al clan escarlata de amenazar sus vidas.
-¿Cuales vidas? -pensaba Tabatha arreglando los últimos detalles de su equipo de viaje. Las palabras de amenaza, escritas con sangre en la puerta de la entrada, habían coagulado desde hace mucho tiempo, haciendo difícil de leer la angustia con las que se habían plasmado.
Pero así había sido. El clan escarlata, del que toda la aldea se sentía orgullosa, de repente fue perdiendo el respeto de los demás.
El caso no se aisló en sólo el incidente del terremoto. Doscientos cincuenta años después, cuando dos hermanas descendieron juntas para seguir el camino de la doncella, una de las montañas que hacía sombra sobre la vivienda de otras familias se vino abajo. Todos quedaron sepultados entre el granito y la tierra fría.
Tres meses después de que el Toro Blanco siguió el camino de sus difuntas tías, los peces del lago murieron y solo un puñado de familias sobrevivieron la ola de hambruna. Los bancos de peces, no obstante, volvieron para la primavera siguiente, cuando la purga había terminado.
A la bestia del agujero no le gustaba nada lo que hacía el clan escarlata en sus entrañas. Se los hizo saber a través de la sangre pintada en las puertas y muros de las casas de dicho clan. Pero no era la mano de aquel agujero, sino de la aldea misma, que condenaba el acto de seguir bajando con mensajes de amenaza.
Poco a poco se fue vaciando aquel valle y los descendientes de la doncella roja se fueron quedando sin niños. Parecía, al menos, que la maldición iba por fin a terminarse, llevándose consigo a todas esas pobres y patéticas almas de Sahan.
Fue así como, después de mil años, Tabatha fue la última en la aldea.
Después de que su padre desapareciera en lo más profundo de la tierra, y de que su madre pereciera siguiendo sus pasos, Tabatha se encontró finalmente sola en un pueblo fantasma.
Los días y las noches parecían extenderse con el pasar de los años. Podía soportar el silencio, pero estaba segura que por las noches podía escuchar lamentos y gritos desgarradores acechando entre las ruinas, seguidas de un constante jadeo que provenía del hocico oscuro. Lloró y lloró gran parte de su adolescencia, cubriéndose el rostro con las mantas y dejando la almohada empapada de lágrimas para la mañana siguiente.
Tuvo que arreglárselas sola para mantenerse cuerda y sana. Por las mañanas preparaba algún alimento para el camino, después se dirigía al lago y se ponía a pescar. En las tardes se dedicó a buscar entre las chozas. Un pasatiempo para no caer en la demencia de la absoluta soledad.
Encontró notas, diarios y documentos que le dieron una gran idea de lo que había sido del pueblo, lo que había sido de cada familia y de lo que seguía siendo el agujero: un misterio abrumador.
Antes de dormir calentaba algo de agua y se daba largos baños. Revisaba cada rasguño y cada punto azul en su piel. Su madre le había enseñado así, pero no era para exagerar las heridas, sino cuidarse de una posible infección, pues Tabatha había nacido con una interesante cualidad: y es que ella no podía sentir dolor.
Era una fortuna que su piel fuera blanca y la sangre resaltara con facilidad, pero esto, contrario a su extraña condición, no fue producto del accidente. Todos en la aldea perdieron el color de su piel con los años. La culpa era del sol que nunca logró atravesar la espesa neblina que rodeaba a Sahan.
Y con todo esto, así fue la vida de Tabatha hasta cumplir los veintitrés. Muchos se aventurarían a decir que no era precisamente la edad de la experiencia, pero Tabatha se preparó, por diez años, para el día en que tuviera que reunirse con sus ancestros.
No quedaba nada en el pueblo para ella, o para nadie. La ligera brisa que soplaba silbaba entre los agujeros roídos por los años de las casas y cada pequeña roca que se agrietaba era un tormento para los oídos de la joven.
Estaba harta de la soledad, de la tortura y, sobretodo, enferma de aquel agujero.
Como cada miembro del clan escarlata, Tabatha reunió alimento y agua, se puso una armadura mediocre y escupió en el suelo rocoso que daba al interior del calabozo cuando ya había descendido por la cuerda.
Salvo la carta del hermano menor, no había nada más que la preparara para lo que venía. Nadie más volvió sobre sus pasos, pero tenía la esperanza de que algunas notas siguieran intactas al tiempo en las manos esqueléticas de sus ascendientes. Tal como lo había pedido la doncella roja.
La cueva se mantuvo a oscuras por un rato de siete días. Algunas luces de colores la guiaron entre las opciones de camino, salvandola de una absoluta perdición. Eran luces preciosas, casi fuegos fatuos que brillaban, cada una con un color diferente. Estar cerca de ellas, o por lo menos correr hacía ellas, era reconfortante. Un tibio abrazo que sí podía sentir, un grato golpe de valor que se desvanecía cuando Tabatha se encontraba con el cuerpo ancestral de sus antepasados. Entonces una luz siguiente la llamaba con susurros y el camino continuaba.
Antes de tomar descansos, sin embargo, se aseguraba de colocar algunas pequeñas pero convenientes trampas que la alertaran por si alguna sombra se le acercaba demasiado. Había visto esqueletos que no pertenecían a los héroes y heroínas de su clan. Huesos enormes que se deformaban cada uno de maneras diferentes. Y aunque por esos siete días jamás se encontró con la desgracia de uno en vida, siguió colocando trampas y durmiendo con las manos muy bien sujetas a su espada.
No eran lapsos de tiempo muy largos tampoco. Un par de horas cada doce para no perderse en la locura de ver sombras donde no habían.
Cuando despertaba sacaba las notas que había recolectado en el camino y las leía cuidadosamente.
“Mantente lejos del ruido, puesto que anuncian la muerte.”
“Deja atrás toda duda y todo miedo. La bestia del abismo usará estos males contra ti.”
“No olvides tomar lo indispensable de los cuerpos. Nunca se sabe que podría servirte más adelante.”
“Siempre sigue a las luces. Estas son el fuego que sigue ardiendo en el alma de nuestros antepasados.”
“Nunca mires atrás.”
“Siempre mira adelante.”
Y Tabatha sabía que, de todas formas, ya no había nada a donde volver.
Cuando pasaron esos siete días se encontró una gran puerta de piedra caliza que estaba perfectamente tallada. Estaba abierta de par en par, y al pie de dicha estructura yacían los cuerpos de tres hombres y mujeres. Una luz cálida la invitaba a pasar, pero no era el fuego fatuo. Tragando saliva Tabatha entró cubriéndose los ojos con una mano haciéndole sombra, pues la luz allá adentro era general y las noches en la oscuridad la habían mal acostumbrado.
Cuando sus ojos le respondieron sus pies fallaron en el acto. Frente a ella, el cadáver roído y anciano de una bestia colosal repartía sus miembros por toda la gran sala. Una gran batalla se había dado en aquel lugar y, cuando notó un cuarto esqueleto descansando en uno de los pilares, se dio cuenta de que se habían necesitado cuatro para darle muerte.
El cuerpo fosilisado llevaba en una mano una antorcha apagada, y en la otra una nota casi ilegible.
“¡Cuanto desperdicio de vida! ¡Cuanta sangre derramada, tan necesaria, tan orgullosa! ¿Por cuanto tiempo tendremos que andar antes de encontrar la respuesta? Estoy que me muero, pero al menos les dejo una sala iluminada, limpia y ajena al peligro. Si tan sólo no hubiera visto a mi abuela, a mi padre y a mi madre en la entrada… ¿Ha sido la tristeza y el coraje lo que me ha llevado a la victoria? ¿O sólo fue que el tiempo no curó por completo las heridas que mis queridos familiares propinaron a este demonio en viajes pasados? Pero ya estoy cerca de ustedes… tan sólo espero que tu, mi descendiente, también estés cerca del final de este camino.”
Tabatha miró a su alrededor. Ocho antorchas, distribuidas a lo largo de la sala redonda, iluminaban cada rincón de la misma. La sangre formaba un cuadro abstracto de salpicadura e historia, siguiendo el camino de suelo, muros y techo. Se recostó junto a ese familiar extraño. Sabía que del lado opuesto de donde venía otra puerta se encontraba abierta. Podía ver luz también en ese camino.
-Un poco de luz -pensaba con un falso alivio.
Hasta ese momento se había encontrado con doce cuerpos. Hizo algunas cuentas en su cabeza. -Doce hombres… el trabajo de doscientos años repartidos por aquí y por allá.
Todavía faltaba mucho para llegar hasta su madre, pero se sentía abrumada por los años. No los suyos, sino los acumulados por el clan.
Entonces una de las antorchas se apagó con un susurro ajeno. Tabatha se levantó del suelo enseguida. Una segunda flama se apagó.
La joven caminó con cuidado hasta la puerta que daba a la continuación. Otra llama fue sofocada. Luego otra. Y una más, y una más.
Tabatha se lanzó a correr a la puerta. Atrás dejaba una sala que se quedaba sin luz, como si un niño apagara las velas de un pastel.
La siguiente parte era un pasillo largo que continuaba derecho sin alguna posible desviación. Ella siguió corriendo.
Las antorchas del pasillo que iba dejando se apagaban. Algunos fuegos fatuos aparecieron, pero cada uno de ellos se desviaba en algún punto del pasillo donde no había camino, desapareciendo en esos muros de piedra caliza.
La idea de la locura y desesperación, consumiendo a esos guerreros, le pasó a Tabatha por la cabeza. No podía asegurar ni siquiera si iba por un buen camino, pues si alguno de ellos, aunque sea uno, se había entregado a la demencia, eso solo significaría la derrota general del clan.
Pero no había cuerpos que reclamar. Cada muro por el que chocaba una de estas flamas estaba ausente de un cadáver.
Entonces se concentró en el suelo bajo sus pies. Las sombras la alcanzaban, pero debía aislarse para entender la infinidad de ese pasillo.
Era solo un eco en las pisadas, pero estaba segura de que el camino se movía a voluntad. Poco a poco, a rastras, como un caracol abriéndose camino entre las rocas del jardín. Pero entonces ¿a donde la llevaba? Estaba llegando al límite y eso la hacía sudar más en frío. Las piernas empezaron a comportarse como ausentes a ella. Los muros que iba pasando reflejaban sombras, tal vez pintadas, tal vez reales, que se movían conforme cruzaba.
Finalmente se vio cara a cara con el final del camino iluminado y con el principio de uno sumido en tinieblas. Sin saber si detenerse o no, la joven cerró los ojos, mordió su labio inferior y se dejó devorar por el final del trayecto.
Una voz de mujer le habló al oído mientras todo a su alrededor se apagaba y ella sentía perder el suelo bajo sus pies.
Estaba cayendo. Muy rápido. En un vacío absoluto.
-Ta… ba… tha…
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