Cuánto no daría ahora por tener los recuerdos de mi padre,
los recuerdos de mi padre viéndome de niña.
Cuánto no daría por tener acceso a todas sus memorias no vistas por mí,
y que en estos días larguísimos en los que la niebla se detiene sobre el rocío de las flores,
y sepulta bajo sus capas de polvo a las palabras claras del aire y de la lluvia,
pudiera yo tener expertos alambiques a su alma de padre, de hombre que soportó todos los
períodos especiales con un chiste, con un cuento.
No es que no haya algo de valor en mis visiones tan hondamente vividas,
ni algo despreciable en ese profundo Jade que guarda mis cantos y mis risas
y mis lágrimas en algún rincón virgen donde no existo.
No es que no pueda salir a buscar con ardor a esas palabras inventadas de antaño
que parecían tener la respuesta que hoy no tengo, o que no pueda detenerme frente a aquel
crepúsculo eterno de los cuatro años frente al Dios rojo de oro aterrizando sobre
el horizonte para incendiar nuestras pupilas asombradas ante el temblor despavorido
de la oscuridad antes de tener el control.
No es que no pueda recorrer de nuevo aquel enfurecido río que incrustado en el corazón
del monte casi me ahoga enseñándome el inmenso poder del agua, pero también la ciega
fascinación que provoca y que nos llevará más de una vez a zambullirnos en sus entrañas.
No es que no pueda transitar a aquellas noches transitando el Malecón de la Habana
mientras cobijada en una máquina y envuelta entre la melancolía y la paz veía a las farolas
pasar veloces como si fueran pájaros incandescentes que se desvanecían en el ser
impenetrable de la noche.
No es que no pueda volver a escuchar la voz del mar que me conocía mucho mejor que mis
padres, ese mar que tenía mis expedientes, mis bitácoras pasadas de marinero, y me había
trazado caminos ocultos que obligatoriamente tendría que transitar; ese mar entre que
entre hostil y protector se deslizaba por mis sueños buscando argumentos para tentarme
a construir poco a poco mi horizonte de rasacacielos, de luces frías siempre inalcanzables.
No es que no pueda con tantos colores esparcidos aquí y allá, levantar los planos de un
retorno, un puente entre la noche y el día en base a la perseverante acción del recordarse,
pero hoy quiero los recuerdos de mi padre, sus recuerdos lúcidos y detallados como el día en
que vimos por fuera la casa de Hemingway en Cojímar, o su yate en aquellas lagunas
próximas a la playa a la que siempre íbamos; cuando yo no sabía que Hemingway era un
señor importante que escribía grandes historias.
Con qué entusiasmo mi padre narra el momento en el que saludó a Hemingway un día
que lo vio por la Habana Vieja o cuando le dio la mano a Ernesto Cardenal en una comida en
Nicaragua.
Narra esas visiones como si fueran gemas que ha estado puliendo por años para mí,
desde muchos años antes de que yo naciera para un día poder decirme, mira hija, los vi para
contarte a ti, mi hija escritora que ellos fueron reales, humanos, dos hombres de carne y
hueso que escribían sobre la extraña, misteriosa cosa que es la vida, y olían a tabaco
y alcohol y tenían sus pesares de hombres como tú tienes tus pesares del ser cuando
no quieres sonreír porque te sientes demasiado lejos del mundo, demasiado sola o
incomprendida.
Cuánto no daría en estos días de la niebla arremolinándose por toda la casa y ocultado
mariposas que después encuentro tiesas con el deseo brillándole en los ojos, por tener los
recuerdos nítidos de mi padre; esos recuerdos sobre mí y nuestros paseos en la Lanchita de
Regla que en mi memoria es una débil luciérnaga, o de esos fines de semana en los museos
y yo entrando y saliendo de los cuadros con colores que no podían transformar la realidad,
o esas mañanas de paseos en el banquito verde de su bicicleta, ese banquito hecho a mi
medida y que nos llevaba a las colas en la bodega o la carnicería bajo un sol inclemente
que traspasaba las piedras y el alma desatando historias secretas que empañaban los ojos
de la gente; pero siempre valía la pena la espera de esas horas largas porque regresábamos
a casa y el sudor se traducía milagrosamente en olores cálidos que emergían de la cocina de
mamá.
El problema con la niebla es que comienza a tomar la forma de las cosas, comienza por
amoldarse a los muebles, a la ropa, y sobre todo al espejo, a los caminos, entonces lo normal
es reconocerse, no verse las manos, no ver el lugar exacto que ocupan las cosas en el mundo,
es ya no saber medir el peso del alma, la gravedad de uno en las cosas.
La niebla abre sus pozos en las pupilas y va apilando sus capas de seda engañosa que
invierten los sentidos de la esencia; las migajas, el hambre, el desamor pasan a ser el jardín
que con celo defendemos y cuidamos mientras vemos con desconfianza los rayos de la
felicidad que de pronto las nuevas palabras nos ofrecen.
Queremos seguir aferrados al discurso de la niebla, a sus palabras tan bien gastadas y
conocidas que seguimos doblando y perfumando como pañuelos viejos de una boda o algún
rito, a esas miradas que ya no nos miran a los gestos vacíos sin sangre ni huesos, a ese latido
involuntario que no tiene ni alegría ni tristeza, sino que es una alarma programada, una
sucesión de impulsos químicos.
Entonces se hace necesario que algo antiguo nos salve, un recuerdo puro como el de ese
sol de atardecer de los cinco años que se ocultaba detrás de las sábanas y los tendederos
de mi primera casa en el solar de Laguna.
Ese sol que mecía las ropas con una brisa suave de ángel juguetón del ocaso que se escurría
por las rejas de las ventanas avisando que el se quedaría con nosotros durante la noche,
la larga noche en la que yo dormía en medio de mis padres sin presentir que algún día
tendría una cama más grande y cómoda que esa en la que dormiría sola, desprotegida,
tejiendo sueños y pensamientos sombríos, mientras el sol allá lejos se demora en el este.
Entonces se hace necesario ver ver con los ojos de mi padre esos momentos en los que antes
de dormir me hacía cosquillas en los pies con sus bigotes, y yo reía, reía muchísimo porque la
vida no podía ser otra cosa sino vida llena de luz que se transformaba en leche que me
arrullaba o en diminutas mariposas que me escoltaban hasta el sueño cuando cerraba los
ojos después de haber jugado con el bombillo a mirarnos fijamente; los ojos de mi padre
cuando se cerraban después de contarme un cuento y yo le acariciaba con mis deditos sus
cejas, y arrullaba su cansancio de hombre habitante de una dictadura, de hombre que ha
visto su a su país caerse a pedazos, pero decide ver la vida desde cierta altura, la altura de la
risa.
Entonces se hace necesario volver a Cojímar, transitar el mismo camino cuantas veces sea
necesario bajo el sol inclemente que hería a los hibiscos haciendo sangrar a sus rojos
corazones sobre el sendero, y pensar en el Hemingway que nunca vi pero contó mi padre,
en olor a pesca, a mar, a vida y a muerte.
Quizás deba de nuevo internarme en la mar con Santiago, y en esa larga noche cerrar los
ojos, pensar en la voz de mi padre recorriendo el horizonte, intentar mirar mi risa con sus
ojos pícaros, esperar en el silencio y en el salobre frío a que también aparezcan los
recuerdos de mi madre, ese momento épico para ella en el que me vio nacer y fui su eterna
felicidad, ese momento en el que vio mis ojos por primera vez e imprimió en ellos todo su
amor haciéndolos grandes y azules para que en ellos pudiera caber toda su grandeza y sus
ansias de vuelo.
Ese momento que no puedo recordar sino a través de los ojos de mis padres cuando levanté
mi cabeza en el cunero para meter y sacar el chupete con miel de mi boca con la sola fuerza
de mi dedito meñique, y fui la sensación de la sala, y mi padre al verme reconoció que yo era
quién buscaba entre tantas cabecitas.
Sí, es ahora cuando debo dejar de pensar en quién soy yo para mí, para pensar en quién soy
para ellos, e internarme en la mar con Santiago, con su discurso solitario, con la fuerza
salvaje del océano. Quizás mañana regrese de Cojímar con la pesca fallida y en harapos,
pero con la viva convicción de que enfrenté a la vida y peleé con ella con la dos manos.
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