Imposible es la despedida cuando se trata de un amor
que llegó tan adentro como para dejar en el pecho la marca de su herradura
o los vestigios de la luz de su negro ojo.
Imposible es porque la herida llora indefinidamente y el eco que canta
de su despedida se vuelve más bien recuerdo perpetuo, vivo en la paredes y en las cúpulas,
invisible a las guadañas del tiempo.
Así es, hombre que ya no conozco. Nunca nos despedimos y nunca lo haremos.
Eres un adiós que comienza, un adios que se gesta como una luz al final de todos los
túneles de la mirada dormida.
Nunca cerramos la puerta del muro, sino que le hemos fabricado pasadizos
hacia otros mundos, otras formas de sentir el corazón en el pecho,
de nombrar al amor o palparlo en los sueños.
Hemos llenado de canciones el murmullo que el polvo arrastra
en su incensante interpretación de las memorias.
Hombre de piedra que ya no puedo nombrar con las cuerdas de la lengua,
te levanto y te destruyo en la fuente donde mis recuerdos como aves calman su sed.
Te edifico y te destruyo, guardo cada una de tus piedras y se en donde encajan los laberintos
donde tu llanto y tu amor habitan el corazón.
Estatua de alma insondable que con la fuerza del tiempo soplé y llené de vida.
Tu sombra llevo atada al cuello que como una soga arrastro por calles angostas, puertas y escaleras
que sólo llevan al mismo laberinto donde también nuestros minotauros habitan.
Y tú cargas como un manto de hierro mi sombra frente a la voracidad de los pájaros del tiempo.
Tú sombra y la mía tampoco pueden saber de despedidas.
Ambas se arrastran por el polvo de la noche como serpientes que se enroscan
y hacen un sólo cuerpo capaz de andar sobre piernas hasta el arból del Edén.
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